Malayerba Ilustrada: Inexpertos


No sabían cómo, pero querían. No sabían sembrar y sembraron. Ni cosechar ni cortar ni empaquetar ni guardarla bajo la camioneta para trasladarla. No sabían casi nada acerca de la mariguana, pero querían.

Así que sembraron en esa parcelita, entre veredas y terrenos cercanos al arroyo.

Como quien acaricia la panza de su esposa embarazada, esperaron sentados el parto y se esmeraron en los cuidados.
Podar aquí y allá. Agüitas en las plantas de abajo. Fertilizante hoy y mañana. Fungicidas por las tercas equipatas. Maíz tupido alrededor para el camuflaje y para que no les llegaran los fal ni los machetes a esos sueños de color verde frondoso.

Así que le echaron ganas: se esmeraron en las condiciones de la temperatura, la humedad, el sol, los animalitos que se vuelven plagas y esas manchas en las hojas de la mariguana. A ellos les faltaron algunos víveres, a las plantas no.

Cuando llegó la hora hicieron los ladrillos con su uniforme oficial: cinta canela, envoltorio color beich, rectangulares y prácticamente del mismo peso cada uno. Media tonelada.

La pusieron debajo de la camioneta de redilas. La acomodaron sobre todo en la parte de atrás, debajo de la zona de carga. Otro poco cerca del motor, también por abajo. No había retenes en el trayecto de la sierra de San Ignacio a la Internacional, lo sabían.

Trayecto corto. Poco riesgo. Mucha lana para ellos seis del otro lado de la Internacional. Iban a lo cincho y lo sabían de sobra. Era el broche de oro que necesitaban para tantos cuidados y aquella espera como de parto.

Manos a la obra. En marcha. Camino despejado. Hojas y plantas de maíz en la parte trasera, mazorcas tupidas, gordas y de buen tamaño. Hasta en eso se reflejaba la buena cosecha.

Pero la celada se las puso el motor, o la gasolina, o lo caliente de tantos fierros en movimiento allí abajo. Se prendió un paquete y luego otro y otro y otro; ya no hubo reversa para el fuego ni la quema.

El humo ya no era el del escape, ni el de un motor viejo o desgastado; no era negro porque no era monóxido de carbono: era la mota que ya se estaba quemando, y sola. Había humo a los lados, atrás, debajo, y la estela que iban dejando era generosa.

El viento también hizo lo suyo: los mapas ondulantes viajaron más allá de la carretera y se adentraron en el monte; el olor llegó a los pueblos cercanos y a los sembradíos de más allá: se propagó como las malas noticias. Las narices que lo captaron se dijeron sorprendidas; las que sabían lo disfrutaron, pero otras que también sabían tomaron medidas. Era un pelotón del ejército que ya se las olía. Sólo necesitaron oler ese rastro travieso y delator que les dijo: sígueme.

Llegaron hasta ellos. Las frentes se pusieron a sudar y los corazones galopaban en los pechos de los de la cosecha, pero el oficial llegó riéndose, contento, como saboreando el olor, y los soldados estaban relajados.

Se burlaron de ellos. Luego negociaron: nosotros nos quedamos con todo y ustedes se van. Ya, ya, ya. Y el humo desapareció.

Columna publicada el 25 de marzo de 2018 en la edición 791 del semanario Ríodoce.

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