AFI

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Desde niño quería ser policía, pero cuando creció un poco, ya de adolescente, dijo que quería ser agente, pero de la federal. Había nacido en un pueblo de árboles frondosos y venados en el patio, donde el frío se queda casi todo el año y la cobija rosa mexicano de amapolas fisgoneaban en los rincones de los cerros, para maravillar el paisaje.
Salirse de ese pueblo e ir a la ciudad, a estudiar y echarle ganas. Todo para ser policía. Su novia le dijo me voy contigo. No quería estar ahí. Altiva, con mirada de monumento, fría y al horizonte, traía pulseras, anillos y collares de oro, y ropa que siempre quería cambiar: el pueblo le quedaba chico y quería más billetes en ese bolso yoryo armani, porque nada y todo era igualmente insuficiente.
Él era su pase a la ciudad, a la vida de gala y lujos, de pasarela y alfombra roja y reflectores, que ella soñaba. Al lado de él, mientras no hubiera mejor opción. Él fue aceptado luego de pasar todas las pruebas y empezó a estudiar para ser de la policía federal. Ella mantuvo tibio el nido mientras el firmamento se le rendía a sus uñas rojas y con incrustaciones que destellaban.
Cuando terminó su preparación, se apasionó tanto que hizo propuestas, cuestionó lo que pasaba en la corporación y criticó a sus superiores. Sin darse cuenta, los oídos dispersos y abiertos lo habían captado. Las antenas del rudimentario espionaje interno, lo ubicaron. Destacó en varios operativos importantes y ascendió, pero no lo que merecía ni lo que hubiera querido. Y siguió en su andar crítico e insolente. Los mandos lo tenían ubicado: este novato es un estorbo.
Una tarde lo mandaron a una comisión. Era un operativo fuerte, pero no le dieron por escrito las especificaciones. Le dijeron que era importante y que así debía realizarse. Pensó que era una prueba y que bien podía superarla. Estaba oscuro, como esos callejones de madrugada, como esos caminos propicios para la muerte y sin salida. Solo, a tientas y con su escuadra a la cintura, no vio las redes que se la tendían y venían encima. Hombres de negro, sigilosos como gatos y encapuchados, lo tenían a la mano, cercándolo. Y cuando se dio cuenta, ya era tarde: había sido una trampa, le fincaron secuestro y extorsión, y luego de rodearlo y golpearlo, lo esposaron. Está usted detenido, le dijo el oficial. Y si se resiste, le metemos otros delitos, cabrón.
Los policías buscaron a su esposa. Con el niño en brazos les dijo que ella no tenía nada qué ver, que había sido una relación pasajera y que hacía mucho que no lo veía, a pesar de que ese niño llevaba su apellido. Él envejecía en la cárcel, con acusaciones sobre delitos que no cometió y ese niño estrenaba padre y ella marido: un comandante de la misma corporación.
 
 

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