La doble muerte de los desaparecidos en Sinaloa

Hornos crematorios rudimentarios afloran en el norte de Sinaloa

 

 

Los huesos estaban expuestos a cielo abierto, en medio de un monte que delimita el casco urbano de la ciudad de Los Mochis al poniente.

Lea: Los desaparecidos como evidencia de una ‘guerra’ https://bit.ly/34Q8H6g

Estaban blanquecinos y porosos, carentes de ese aroma nauseabundo que deja la carne humana al descomponerse, algo inusual.

El aviso del hallazgo de huesos esparcidos por doquier lo había enviado el colectivo Jóvenes Buscadores de Ahome.

A los ojos de los muchachos, el encuentro era de júbilo, pero a la mirada de las mujeres experimentadas en la localización de tumbas clandestinas y exhumación de cuerpos y osamentas, era algo más que atroz, era descabellado, digno de una escena dantesca o de una zaga de horror.

Los huesos encontrados estaban quemados al punto de la calcinación.

El hallazgo puso la piel de gallina a las mujeres, “chinita, chinita”. Los sepultureros clandestinos habían modificado la forma de borrar el rastro de sus víctimas, pues pasaron de enterrarlos en fosas clandestinas en descampados a incinerarlos en hornos rudimentarios, a cielo abierto, a manera de piras.

El lugar está justo a espaldas del fraccionamiento Virreyes.

En los patios de las últimas casas crece el monte. En ocasiones tupido, por tramos secos.

Luego está una calle sin tránsito, un canal de riego y las parcelas.

Es una zona con tráfico irregular, frecuentada por pepenadores, regadores y agricultores. Ocasionalmente hay colonos caminando, y casi nunca mujeres y niños.

Hay una razón para ese aislamiento. El lugar tiene una historia macabra. Allí se sepultan a desaparecidos, incluso, uno sobre otro. Allí se destaparon tumbas clandestinas individuales, dobles y hasta triples. Los árboles fueron elegidos por los sepultureros para escribir epitafios invisibles, como señalando en dónde estaban esos cuerpos.

Por eso, los colectivos los frecuentan, porque saben que es un lugar de entierros.

Dos meses atrás, el grupo “Rastreadoras por la Paz” llegó al mismo sitio. Excavó por aquí y por allá y nada encontró. Se retiraron sin tener un solo indicio.

Pero este miércoles, se encontraron indicios que alguien había desecho los cuerpos en piras funerarias clandestinas, y nadie, nadie se había percato de ello. Ni siquiera por el aroma a carne quemada, ni siquiera porque la hoguera debió haberse visto a decenas de metros de distancia.

Dos años antes, en febrero del 2019, una pira masiva se había encontrado por denuncias anónimas de civiles que habían reportado una tumba clandestina en el río Fuerte.

Al sitio se le conoce como el río de San José, por el pueblo que está en sus cercanías, San José de Ahome. Es una zona de vegetación tupida, de suelo arenoso, poco poblado, y con visitantes ocasionales.

En sus entrañas se descubrieron las primeras fosas clandestinas tumultuarias, siete años atrás.

Cuando Claudia Rosas Pacheco, fundadora del colectivo “Rastreadoras por la Paz” y responsable de la oficina de búsqueda de desaparecidos del municipio arribó en aquel momento, se encontró con una hondonada en el río con tal temperatura que era posible derretir la suela de sus botas tácticas. La radiación de la arena era tan caliente que doraba la piel y chamuscaba los vellos y cabellos.

El lugar la sorprendió e intrigó. No se retiró sino que buscó por dónde entrar. Encontró un lugar menos caliente y se metió a escudriñar. Descubrió un polvo fino y negro, rollos de alambre acerado, leños carbonizados, ladrillos acomodados como si fuera un cajón y olotes, debajo de estos, sacudiendo los sedimentos, había decenas de huesos humanos, muchos.

La visión la petrificó y un vacío le recorrió el cuerpo. Sus entrañas sintieron el punzante dolor de una aguja perforándolas, su corazón dejó de latir, y el cerebro comenzó a zumbarle. La visión se le hizo poco a poco borrosa hasta que las lágrimas que había contenido terminaron por desbordársele. Entonces reparó en ese aroma enchiloso y característico. Era carne, carne humana lo que allí se había quemado. Los huesos eran de personas. Volvió a mirar a su alrededor y de pronto se sintió adentro de una pira clandestina.

Se apresuró a salir, porque con sus pisadas sabía que estaba profanando el último lugar en donde habían quedado los restos del hijo, el padre o el hermano amado por alguien.

Reportó el hallazgo a los peritos forenses y cuando se sentó para la espera, lloró, lloró a raudales. Ella había encontrado un grado más de saña de los sepultureros clandestinos: la incineración clandestina en despoblado. “Me dolió, me duele hasta el alma lo que vi. Tanta saña, mucha. Por qué, por qué esa saña”, dice ahora, dos años después de que encontró las primeras incineraciones clandestinas y que hoy en Virreyes se revivió.

Meses después, aquellos restos calcinados fueron identificados. Lo que se pudo recolectar se entregó a las madres.

Una de ellas le agradeció haberle encontrado a su hijo en aquella fosa de San José, cuando circunstancialmente se encontraron en una exploración en el fraccionamiento Valle de la Rosa. Sólo pudo sonreírle, porque jamás le describió en dónde y cómo localizó al muchacho, o lo que de él quedó.

Artículo publicado el 11 de abril de 2021 en la edición 950 del semanario Ríodoce.

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