Detener al “Chapo” en el fin del mundo

“… cada detención no es sino una desmitificación que transforma al otrora criminal en un ser insignificante”: Petros Márkaris

El británico Centro de Estudios JORVIK anunció que el 22 de febrero ocurriría, de nuevo, el fin del mundo. Los antiguos escandinavos denominaban a este suceso Ragnarok, el momento en que los dioses morían y el mundo se destruía. Thor caerá envenenado después de enfrentar a la serpiente Jörmungandr y Odín será devorado por el lobo Fenrir.
Como parece ser evidente, ese sábado no se acabó el mundo, al menos no para todos. Para Joaquín Guzmán Loera la historia parece haberse confirmado. Ese día fue detenido por la madrugada en la ciudad de Mazatlán. Sus captores, elementos de la Marina.
Acabó de esa forma una etapa del mito que rodeó al Chapo Guzmán e inició la realidad cruda, descarnada, que se filtra a pesar de los bombos y los platillos, que se hace visible a pesar de que los reflectores posan sus luces en otros escenarios.
Primera reacción. Sorpresa e incredulidad. Era sábado por la mañana y mientras los patinadores de las Olimpiadas de Sochi presentaban su gala, la noticia de la captura se fue filtrando en las redes sociales. La gran mayoría señalaba a la agencia de noticias AP como la primer fuente en confirmar la detención.
Segunda reacción. Felicitaciones. Aún sin ser confirmada plenamente por las autoridades federales, llegó la primera por parte de Felipe Calderón. Como el marido engañado que públicamente reconoce a quien captura a su corneador y de esa manera evidencia su propia incapacidad para evitar la burla y castigar a quien lo deshonra.
Tercera reacción. Videncia. No sólo era importante anunciarlo, también era necesario mostrarlo. No como a Abimael Guzmán, mostrado a la prensa enjaulado, vestido de preso como Los Chicos Malos de los viejos cómics de Mickey Mouse. No. Había que presentarlo vivo, sometido, pero no humillado ni golpeado. Estamos en los albores del nuevo sistema acusatorio, después de todo.
Después llegaron otras reacciones con el transcurso de los días. Algunas esperadas, como los analistas que afirman que a pesar de lo importante de la detención, la organización criminal no dejaría de existir, mucho menos de operar. Otras nos tomaron por sorpresa.
La manifestación de cientos de personas que desfilaron por las calles de Culiacán exigiendo la liberación del Chapo fue vista con incredulidad al principio, asombro después y finalmente con vergüenza. Nos recuerda, como le dijo Javier Valdez a Carmen Aristegui, que nuestra sociedad sinaloense es adicta al narco. No sólo a las drogas, sino al dinero, al abuso, el desmadre, las armas, el poder, la violencia que se generan en el narco.
La economía del narco es de un capitalismo salvaje, sin reglas ni restricciones. Donde el único darwinismo que priva es la prevalencia del más fuerte y en la cual, la violencia es opción para ganar dinero, salir de pobre y morir joven. Preferible, para muchos, frente a la perspectiva de ser jodido toda su vida.
La cultura del narco dejó de ser marginal hace mucho tiempo. La ignoramos y creció. La despreciamos y creció. Se incubó en nuestras colonias, en nuestra música, en nuestra vestimenta, nuestro hablar, restaurantes, profesiones e instituciones. Fracasamos las universidades, iglesias, asociaciones de servicio, iniciativa privada, gobierno, todos los gobiernos. Fracasamos todos.
El narco es una herida que nos divide y no cierra. No puede cerrar. La herida está infectada y llena de podredumbre. Por eso la pús sale a la calle y exige más narco. Sí Malayerba, somos adictos.
La historia del Ragnarok se encuentra registrada en la Edda Menor, libro curioso que en una parte se pregunta ¿cómo debemos referirnos a un hombre? Y responde: en términos de su trabajo, de lo que aporta o recibe, o bien en términos de sus bienes, tanto de los que obtiene como de los que se desprende.
Si intentamos emplear estos consejos nórdicos, podemos referirnos a Joaquín Guzmán Loera como el jefe del narco, quien dicta la muerte, el millonario del dinero ensangrentado, el proveedor de veneno. El Chapo no es Robin Hood, no es Chucho el roto. El Chapo no es el narco bueno entre un grupo de criminales.
El Chapo es un delincuente. Tráfico de drogas, delincuencia organizada, portación ilegal de armas, acopio y almacenamiento de las mismas, cohecho, son algunos de los cargos que ahora enfrenta en México y los Estados Unidos. Pero no lo hizo sólo. Tiene cómplices, muchos cómplices.
Para que la herida sane debe salir toda la pús. Toda. Hay que investigar y procesar a quienes lo protegieron desde el gobierno, a quienes lo ayudaron a lavar el dinero, a quienes lo ocultaron y a quienes lo informaban y transportaban. También a quienes se beneficiaron de su dinero a sabiendas del origen.  Desde que se fugó y hasta su captura. Hay que castigar a todos los cómplices, todos los policías, todos los gobernantes que aceptaron sus sobornos.
Sólo cabe esperar paisano, que ni desde el poder ni desde el barrio, trivialicemos esta historia. Ojalá y a nadie se le ocurra hacer una película y titularla ¡Atrapen al Chapo! O en inglés Get Shorty! Espera, esa ya la hicieron. A ver si no quieren pintar al Chapo estilo Chili Palmer.
Son muy capaces paisano, muy capaces.

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