Periodismo a prueba de balas

CÉSAR RAMOS.

“Es una chingadera total tener que entender la vida y tener que entender la muerte de esa manera, cuando se asesina a un periodista sensible al dolor de los demás”, exclama César Ramos, editor y amigo de Javier Valdez al recordar el primer aniversario de su muerte.

Cuando un periodista se atreve a escribir y compartir sus crónicas vividas desde el infierno y narrar con surrealismo crudo el valor y el sufrimiento de madres rastreando entre montes y veredas solitarias a sus hijos muertos o desaparecidos, en ese suelo hostil convertido en un cementerio inmenso llamado Sinaloa, hace un periodismo que ni las balas, ni la muerte pueden callar.

Así recuerda César Ramos, editor de Penguin Random House, de la Editorial Aguilar, para memorar a Javier Valdez Cárdenas, fundador de Ríodoce, a un año de su muerte.

César Ramos, el amigo y editor de la obra que Javier Valdez escribió entre 2009 y 20017 donde narra el viacrucis y el retrato negro de un Estado (Sinaloa) envuelto en una guerra despiadada entre narcos y policías, es uno de los escritores que acompañó y conoció el temperamento de uno de los periodistas mexicanos que dio fuerzas a las voces olvidadas y silenciadas por la violencia del narco en el noroeste mexicano.

Semanas después de ser asesinado, el editor de Penguin Random House con el aval de la Editorial Aguilar recupera la esencia de sus siete libros y publica Antología periodística. Textos que ninguna bala podrá callar, donde se hace un homenaje “post morten” a Javier Valdez recopilando historias que dibujan el carácter y la sensibilidad del recordado “bato”, para dar identidad a rostros anónimos de mujeres, niños y jóvenes, viudas, huérfanos o desaparecidos atrapados en un duelo eterno por la violencia del narco.

De este escrutinio de historias de las víctimas, el Editor reconstruye el perfil emocional y emocional que hace de Javier Valdez un ícono del periodismo de alto nivel en México y América Latina.

—Cesar, tú fuiste uno de los amigos privilegiados que conoció el lado emocional de Javier en su etapa más productiva como escritor y periodista. ¿Cómo manejaba la parte emocional cuando hacía periodismo de alto riesgo? —Yo sabía que Javier iba con el sicólogo o el siquiatra porque era muy fuerte lo que él trabajaba y escribía. Y eso era una experiencia muy singular porque detrás de ese Javier bonachón, bromista, alegre y dicharachero había también un hombre angustiado, preocupado. Un hombre que sabía que estaba pisando una línea roja, violenta, ardiente y de alguna manera sus conflictos eran permanentes porque la honestidad y el oficio periodístico lo ponían entre la espada y la pared. Decía verdades muy crudas, tenía conocimiento y digamos que filtraba información pero también se jugaba la vida porque estas cosas no a todo mundo lo tenían contento.

—¿Cuándo lo notabas preocupado?
—Él de repente comentaba que no podía dormir, que se sentía intranquilo, que a veces tenía que ir a ver al doctor porque sentía que había ciertas presiones en su trabajo, y esto uno lo entiende porque al vivir tan estresado tienen que presentarse problemas de salud porque se vuelve una cuestión sicosomática. Entonces esa contención, angustia, miedos se reflejaban en dolores del cuerpo, estómago, ansiedades al grado de no poder respirar fluidamente.


Esto reflejaba al otro Javier, a ese Javier frágil, vulnerable como ser humano. Ese Javier que tenía sus hijos y que era su preocupación principal cuando lo invadía el temor a ser víctima de su trabajo periodístico. Él siempre supo que su vida estaba en riesgo constante y permanente.

—¿Te platicaba algo más allá de ese miedo que sentía por la muerte?
—Sobre todo me contaba que frecuentemente le costaba trabajo dormir, que se sentía abrumado, angustiado y eso le “agüitaba”. De repente llegó a cuestionarse si valdría la pena estar haciendo un periodismo atrevido al que le ponía pasión y adrenalina exponiendo su vida todos los días.

“Ocasionalmente entraba en esa crisis existencial porque más allá de lo que implica hacer un periodismo profesional y en condiciones de extremo riesgo —al que nunca renunció— este apostar por la verdad y jugársela todos los días con la pluma lo angustiaba cuando ponía en la balanza este esfuerzo periodístico con esa otra parte que como ser humano amaba por encima de todo: su familia”.

El de Javier es un caso emblemático, afirma. Esta zozobra permanente es muy común en esos periodistas combativos, inmersos en esa búsqueda por la verdad, y que a veces lamentablemente entregan su trabajo y su vida y al final se sienten totalmente solos como si hacer periodismo de alto riesgo fuera un asunto de locos.

—¿En sus conversaciones te habló sobre la fragilidad que se siente moverse en esa línea entre la vida y la muerte?
—Sí, y me lo comentó desde que lo conocí. Desde su primer libro que comenzamos a trabajar en 2009 —Miss Narco—, él hablaba de casos de periodistas que sufrían de la persecución de los narcos, del Estado y sus políticos —en turno—, de policías o ministeriales.

Él tenía muy claro que esta vida era temeraria porque se vivía siempre al límite. Y no porque él lo esperara, pero siempre estuvo consciente de que podría haber algún ataque o repercusión por lo que publicaba. Lo tenía muy claro. Y sabía que iba implícito en su trabajo esa responsabilidad pero también ese riesgo.

—¿Lo sentiste más preocupado sobre la muerte cuando escribía algún libro en específico?
—En todos sus libros había una gran preocupación. Ese Javier bromista, bonachón, alegre, dicharachero se transformaba cuando trabajábamos los libros. Sufría sus historias, sentía angustia, miedo y a veces una gran frustración cuando se entrevistaba con esa mujer que le despojaron a sus hijos o con ese padre de familia que fue levantado y que no volvió a ver a su mujer y a sus pequeños o a sus padres; o con esos hermanos que tuvieron que escuchar de los sicarios que su pariente o conocido no volvería jamás.

“Esas historias lo agobiaban y lo hacían sentirse vulnerable, le dolían y sufría sus duelos porque son personas muy vulnerables que representan el dolor humano en un país fracturado y cansado de pedir justicia. Y en cada libro era la misma historia. Había un proceso festivo en el sentido de armar la obra y estructurarla pero cuando llegaba el proceso de entregar las historias y comentar los casos lo sentía afligido, abatido porque —imagino que— conocía tan profundamente a esas personas que llegaba a hacerlos parte de su entraña, de su contexto y por tanto, al no encontrar respuesta al sufrimiento de una madre rastreadora él se sentía como parte de un fracaso social, de un no poder dar respuesta a algo que involucra la vida de un ser querido”.

—Y contando ese perfil profundamente humano de Javier ¿cómo lo describirías?

Me quedo con esa imagen de un hombre muy generoso, muy bondadoso, un gran compañero, un gran amigo, una persona totalmente desprendida, un autor como muy pocos porque era muy comprensivo. Aquí le hacíamos muchas bromas porque era muy sentido. Le decíamos que era como una novia. A veces por cuestión de trabajo no le contestábamos y se sentía. Se quejaba con otros compañeros de la Editorial, pero cuando le explicábamos el por qué y le decíamos que estuviera tranquilo, que se le quiere y muy bien, se tranquilizaba y volvía a las carcajadas pero era parte de su forma de ser, de su sensibilidad. Y de verdad, si hay algo que define a Javier Valdez es su gran generosidad.

—¿Cuál fue tu reacción cuando te enteraste de su asesinato?
—Puuutaa madre…. Fue un madrazo muy fuerte. Uno tiene a veces claro que pueden ocurrir ciertas cosas. Se entiende que periodistas como Javier Valdez arriesgan demasiado su vida pero cuando uno establece una relación tan cercana y con tanto cariño quisiera que esas cosas no ocurrieran. Quisiéramos pensar que forma parte como de una leyenda, de un misterio, como de ese aspecto romántico del periodista combativo.

“Pero cuando eso ocurre… queda uno devastado. Queda uno, incluso cuestionándose la existencia”.

Un silencio profundo invade a César y el recuerdo de ese Javier, el gran amigo, tirado sobre el pavimento, abatido aquel 15 de mayo del 17, le obliga a interrumpir por segundos la conversación. Su voz entrecortada delata un dolor crónico.

Respira hondo y se cuestiona: “Qué está haciendo uno con estos libros; qué esta uno haciendo con estas cosas, parece ser que estamos condenados al fracaso. Dolió muchísimo su muerte, duele muchísimo. Y más allá de los homenajes, de las marchas y de las cosas que se hacen para recordar a las víctimas, uno piensa: Ni con marchas, ni con detenciones, ni con ayunos, ni con declaraciones oficiales o de periodistas, se cura la herida. Y uno piensa en sus familias, en sus hijos. Y es una chingadera total tener que entender la vida y tener que entender la muerte de esa manera”.

El rostro del amigo, del colega, del escritor que escribió el prólogo en casi todos los libros que Javier dedicó para denunciar en ese estilo del periodismo valiente y comprometido, la tragedia en torno a la historia negra que sufren miles de familias sinaloenses embestidas por el flagelo del narcotráfico, se observa desencajado, sobradamente indignado, molesto.

—¿Qué le deja Javier Valdez al nuevo periodismo en México y en América Latina?
—Un ejemplo de honestidad, de congruencia, un ejemplo de valentía, un ejemplo de… pues no sé, de ejercer una profesión con valor, con pasión, con la sangre, con los nervios y con una congruencia absoluta.

Artículo publicado el 13 de mayo de 2018 en la edición 798 del semanario Ríodoce.

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