El pequeño rastreador

 

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“Que la amo. Que ya no la voy a desproteger”.

 

Es la voz de un niño. Tiene ocho años y uno de ellos lo ha dedicado a buscar a su hermana, que desapareció hace un año y que hoy tiene seis de edad. Es Juan de Dios Torres Gómez, con su pequeña pala y güingo, su suéter gris con negro, a rayas, y una camiseta roja que lleva para aguantar el escaso frío culichi: el rastreador más pequeño en todo el país.

 

Para él, la culpa pesa como dos bloques de cemento en cada hombro. Nadie debería traer ese peso a los ocho años ni enamorar la selva baja caducifolia en las inmediaciones de la comunidad de San Pedro, municipio de Navolato, donde busca restos humanos, de quien quiera que sean. Pero esa culpa se hace vapor y luego sube a ese rostro moreno, por ese cuerpo de loco bajito, hasta alcanzar esos ojos vivos y negros, como luciérnagas encendidas, y sonreír. Busca a su hermana, a golpes de pala y otros fierros. La busca como quien sabe que encontrará.

 

Habla de ella, Zoé Zuleika, a quien vieron por última vez arriba de la camioneta de su padre, en el municipio de Soledad, San Luis Potosí, hace aproximadamente un año. Se le caen las pestañas, como si fueran hojas de un frondoso árbol en un triste otoño, cuando dice que la ama y extraña, que cuando encuentre a su hermana ahora sí la va a proteger, incluso de su padre, de quien sospecha.

 

Carolina Gómez Rocha, de 40 años, es la madre de ambos. Oriunda de San Luis Potosí, anda con las buscadoras de personas desaparecidas aunque sabe que en tierras sinaloenses no podrá encontrar a su hija Zoé. Lo hace para alimentar ese corazón colectivo, esa alma  comunitaria de rasgar la tierra, esa pasión por encontrar a los muertos ajenos que quizá nadie busca pero que seguro alguien espera, porque eso es encontrar al propio aunque siga ausente.

 

“Hago estas búsquedas para fortalecer a las familias que buscan, no para buscar a mi hija. Yo sé que ella está viva. Mi corazón de madre me lo dice. Estoy aquí para apoyar la causa. Ha sido una gran experiencia y sí sirve, me fortalece”, manifestó, entre la breña, a pocos metros del río Culiacán, entre las cribas y varios maizales.

 

Tiene cuatro hijos. El mayor tiene veinte, la que le sigue dieciocho, luego están Juan de Dios y Zoé. Y esos dos, los más pequeños, son su preocupación, pero también su esperanza y la posibilidad de alcanzar con ellos el firmamento dichoso del reencuentro: y volver a ser cuatro y de nuevo una familia y que no haya más otoños en los follajes de las pestañas, ni lluvias ni bruma que duran todo el año.

 

Aquella noche habían acudido a una fiesta, luego de que su suegro insistió tanto en que acudiera con su familia. La niña, ya con sueño, se durmió en la camioneta del padre. Ahí estuvo, incluso cuando acudieron a mover el vehículo porque estorbaba a otros automóviles. Pero cuando decidieron retirarse del lugar, pocos minutos después de la media noche, la menor ya no estaba.

 

Carolina y también Juan de Dios sospechan del padre: no pregunta por la menor ni se ha incorporado a las búsquedas ni a las gestiones ante las autoridades, luego de las denuncias penales. Tíos y suegros asumen una actitud parecida, de indiferencia. Por eso no descartan que ellos la tengan o bien sepan dónde está Zoé.

 

Cinturón de seguridad

 

Antes, a menos de un kilómetro de donde trabajan los brigadistas, está un discreto retén de la Policía Ministerial. Dos mujeres policías se acercan, preguntan amablemente y permiten el paso. O lo niegan. Pero pocos se acercan. Al fondo, ya en el trabajo de rastreo, hay cuatro patrullas de la Policía Federal. Traen perros entrenados para localizar restos humanos, peritos y equipo.

 

Una treintena de integrantes de la Tercera Brigada Nacional de Búsqueda, que duró quince días y culminó el 4 de febrero, se organizan, hurgan, escarban, preguntan. Otros buscan la sombra: son las diez de la mañana y el sol parece recargado, como si añorara el odioso verano culichi.

 

Un sacerdote católico, muchas mujeres jóvenes, varios integrantes de la organización Marabunta, y la mayoría pintando de blanco el monte, con sus camisetas en cuya parte trasera, con grandes letras y de color negro, puede leerse ¿Dónde están?

 

Unos buscan de este lado de las cribas. Otros se suben a una camioneta de servicios periciales de la Procuraduría General de Justicia del Estado (PGJE) para buscar en otro punto. Y unos más se guarecen bajo los álamos. Se ríen, hablan de travesuras sexuales con el joven sacerdote —que no deja de sonreír pero no claudica—, bromean con él y cierran sus círculos. Hay tiempo para divertirse con chistes colorados en medio de la búsqueda: carcajadas y llantos hacen una mezcla de la que explota un confeti de navidad sin veinticinco de diciembre, unas mañanitas con niño sin cumpleaños, una luna esplendorosa sin cielo.

 

Suman cerca de 60 brigadistas de 11 estados y el saldo hasta ahora es la localización de restos humanos en dos fosas, en El Quelite, Mazatlán, y Sataya, municipio de Navolato.

 

A unos cuantos metros, en un rinconcito cubierto por la maleza, Lucas, el perro policía, escarba y escarba y escarba. Tanto que parece jugar. Dicen los agentes que levanta las orejas y la cola y se pone tieso, cuando encuentra restos humanos. Pero no, hoy no es la ocasión.

 

Verla, jugar con ella

 

Y ahí está Juan de Dios, caminando como si buscar entre el monte fuera una travesura infantil. Trae su pala, luego un güingo. Luego lo deja para pegarse a las caderas de su madre. Los dos salen de entre la maraña de ramas secas, hojas grandes, un desnivel pronunciado. Parecen cruzar el pantano y salir limpios: cruzan el fuego con valentía, con los genitales por delante, el sol pegando duro en sus rostros, pero con las flores rojas y rosas en sus bocas, cuando extienden los labios, los flexionan y saludan.

 

Después de la desaparición de su hermana, Juan de Dios dio un bajón estruendoso en la escuela. Le gustan las matemáticas pero su promedio, que era de entre nueve y diez, pasó a seis y siete. Anda agresivo, se encierra y muy seguido lo ven tirado en la cama, chillando, mientras abraza la foto de Zoé. Le habla. Le llora. Por eso lo llevan a terapia, con el sicólogo. Se cae pero también se levanta. Alza la pala y pum: la hunde en la tierra suelta.

 

Carolina dice que su hijo trae mucho coraje por dentro y tiene que sacarlo. Por eso, asegura, se hizo muy agresivo, distante. Se pone serio, se aísla. Pero luego como que toma vuelo y emerge.

 

—Si hablaras con tu hermana, ¿qué le dirías?

 

—Que la amo, que la extraño. Y que ya no la voy a desproteger. Quiero verla, jugar con ella.

 

—¿Sientes que la desprotegiste?

 

—Sí. Pude cuidarla, no permitir que mi papá la subiera a la camioneta.

 

Juan de Dios no baja los hombros, a pesar de los bloques de cemento que parece cargar por tanta culpa autoimpuesta. Ni la mirada. Baja la pala, posa para la cámara. Y se oye el clic del disparador que lo capta de pie, sonriente. Ya no está abatido. La culpa se ha ido o está escondida, y dio pie a que brillen de nuevo los copeches de su traviesa y alevosa mirada.

 

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