Dámaso Murúa Beltrán, ‘más cabrón que bonito’

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Si me pidieran una pronta definición de Dámaso Murúa, de esas que te piden de volapié, sin que la pienses, aunque esta ya está pensada y repensada desde el primer momento en que lo conocí en la legendaria y hoy inexistente cantina El Avante, ante una mesa de dominó, rodeado de sus amigos, revolviendo las fichas en una escandalosa mesa de la cervecería, con un partido de beis de los Venados en la radio y el Juanjo presumiendo el tamaño de sus manazas a la hora de surtir cervezas o llevarse las vacías, diría, simple y sencillamente lo que una persona muy cercana a él me dijo:

—Dámaso es más cabrón que bonito.

Tenía rato con ganas de conocer a Murúa, que me había enseñado cómo sacar humor de las cosas más sencillas en un pueblo como Escuinapa, que en sus manos parecía de ficción, o dicho con pleno color local, como a él le gusta: “De a mentiritas”. Mi intención original era tener una larga charla con él, pero no contaba con que la suya era hacerme su amigo. A él se le da eso de hacer amigos, a mí la entrevista batallo para que se me dé, de tal manera que con toda facilidad se salió con la suya.

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Las afinidades jugaron su papel, gran amante del beisbol, me dijo que por su complexión debió ser un gran cácher, y mientras me explicaba lo de las piernas cortas, la robustez, el diseño del cráneo, fui viendo en él a Pilo Gaspar, uno de los grandes receptores mexicanos. Otra era el cine, y me acordé de su cuento Romy Shneider y Alain Delon en Copala, donde una pareja de burros hace lo mismo que los divos del cine europeo bajo el cielo sinaloense. La literatura, ni se diga: todo un compendio que me abrió el mundo de nuevos autores, incluido Enrique el Guacho Félix, iluminado ensayista culichi, ya fallecido, y Eduardo Galeano, su entrañable amigo. El periodismo es otra de sus pasiones, y en su momento compartimos nuestra preocupación por el estado de salud del periodismo cultural en Mazatlán, a raíz de que en una visita de Galeano no hubo quién supiera de su existencia en el mundo de la literatura, y nadie lo entrevistó.

De tal firmeza en sus convicciones que a veces hasta parece terco, es capaz de llegar hasta la ignominia con tal de defenderlas. Tampoco es afecto a la solemnidad, digamos que le provoca un “pedacito de alergia”, parafraseando a don José de la Colina, que una noche en la plaza Machado me pidió que lo esperara porque aún tenía “un pedacito de sed”.

Conociéndolo, debió intervenir mucho lo de las convicciones y su alergia a la solemnidad su histórico rechazo del Premio Sinaloa de las Artes en 2008. Simplemente dejó a Jesús Aguilar Padilla, gobernador del estado, y a Sergio Jacobo Gutiérrez, director del entonces Difocur, hoy Instituto Sinaloense de Cultura, con la pelota en la mano. El espíritu rebelde del escuinapense quedó sintetizado en estas palabras que rescato de su discurso a los medios para confirmar su actitud: “Aceptar el premio sería negar lo que he sido toda mi vida”. El desaire le ganó muchas críticas, como en su momento a Carlos Fuentes, en el Mazatlán de Literatura 1972 o, ¿por qué no? a Jean-Paul Sartre, en 1964, cuando rechazó categóricamente el Premio Nobel; pero en beneficio de los tres, fuimos más los que nos quitamos el sombrero y pusimos de pie ante ese gesto de integridad.

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Hombre sencillo, orgulloso egresado del Poli, contador de profesión, contador de historias por vocación, dueño de una voz potente que modula a su antojo, es genial a la hora de enfrentar a un público: los hipnotiza usando palabras. Con enorme deferencia, en dos ocasiones me ha invitado a presentar libros suyos: uno, ni más ni menos que en Escuinapa, con su cancha y su público, era su volumen de crónicas deportivas llamado Palabras Sudadas. Me esmeré hasta las desveladas en la generación del texto. No quería verme menos ante el maestro. Corrían los vientos de 1986. El recinto estaba lleno y hablé con el mismo éxito que el conserje que va a pedirle al grupo que no tiren basura en los pasillos, ni en el patio, que para eso están los nuevos cestos que la escuela acaba de adquirir. Aplausos de compromiso, que apenas superan a la güasanga generalizada. Luego… el silencio, el vozarrón del maestro que los envuelve con sus anécdotas, con la memoria compartida, con sus giros idiomáticos propios del lugar, que anotaba para luego preguntarle qué significaban. Total, un festín que terminó ante un canasto repleto de camarones cocidos, un diluvio de anécdotas y unas cervezas.

La segunda ocasión que Dámaso me invitó a acompañarlo en una mesa de presentación fue con Club escarlata, un homenaje al beisbol del Parque Delta cuando recién se fue a México a estudiar al Poli. El evento fue en el 30-60-90 de Mazatlán. Un rápido paneo del público me dijo que calladito me veía más bonito, me guardé lo que llevaba preparado, dije algo breve, generalidades, y lo dejé con su público. Todavía, el cabrón, al iniciar, me reclamó por ser tan breve. Era a él al que iban a escuchar: entendió los motivos de mi brevedad.

Aunque no estuvo presente por sus enfermedades, me dio un gusto enorme enterarme de que había aceptado el homenaje que le hizo la UAS en el marco de la XXXIV Feria del Libro de Palacio de Minería. Me conmovió leer su espíritu inquebrantable en el discurso que leyó su hijo Yuri Murúa: “Bocón porque me da por decir lo que pienso cuando se me pega la gana, sin ánimo de ofender, nada más para que aprendamos a que juntos podemos hacer un estado de este país maravilloso y lindo”. Precisas, además, las palabras de Élmer Mendoza al definir el rasgo principal de la obra de Dámaso: “Un humor sencillo que puede surgir de cualquier momento de la vida”.

Insisto: a sus 80, Dámaso es más cabrón que bonito. Me lo dijo el Güilo Mentiras. (Publicado en marzo 10 de 2013, por motivo del homenaje que le hizo la UAS a sus 80 años).

Artículo publicado el 14 de abril de 2019 en la edición 846 del semanario Ríodoce.

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