Una paquita

 

Deseaba que le cayera algo. Lo que fuera: cualquier tochita es buena para calmar los ánimos. Una paca de verdes, un cuerno, una esclava gruesa, unos gramitos. Cualquiera era buena.

Le dijo su jefe, el de la sección de robo de vehículos, que por ahí no era.

Topó con pared cuando le llevó el caso de aquellas unidades robadas, de allá del malecón nuevo. Lo mismo pasó con el caso de la 5 de Mayo y el de Montebello. Todos apuntaban hacia la misma banda y el comandante le dijo que con ellos no se metiera. A esos ni los toques, cabrón.

Y esos eran los buenos. Y de ahí pensaba sacar pa’l chivo, las cervezas, las mujeres, la coca y las cocas. De ahí se iba a alivianar, pues los jales más importantes y recientes se los habían aventado ellos. Pero nada.

Tenían una red de buenos operadores en las calles de la ciudad. Y también en las policías. Muchas veces los reportes de robo llegaron a tiempo al Departamento de Radio de la policía, pero el operativo se iba al norte si el carro lo habían hurtado en el sur.

Había pruebas periciales que apuntaban hacia allá. Testimonios y retratos hablados que coincidían con las descripciones de los capos del cartel culichi más grande en el robo de vehículos. Pero las órdenes de su jefe eran diáfanas: ni-los-to-ques. Ya. No había puertas qué tocar para hacerse de una lanita adicional.

Así que los dejó en paz. Pero él no lo estaba. Necesitaba chupar sangre, como un vil vampiro. Empezó a darle vueltas a la vuelta. Buscó mentalmente opciones para agarrar sangrita pero no vio muchas.

Pensó que quizá era un error eso de no meterse en broncas en los retenes. Que tal vez se había equivocado al haber decidido no meterse con el narco. Que eso de no parar ni revisar camionetas de lujo que él sabía que eran utilizadas por malandrines lo tenía ahí, sin dinero ni opciones.

Sabía quiénes eran los pesados y a todos los trataba igual. Las cabezas y sus pistoleros. Los que mueven la droga de un lado para otro. Los que compran policías y también los que los matan. Los veía de lejos y enseguida identificaba la unidad. Por eso los dejaba pasar y muchas veces ni la mirada les dirigía.

Y ahí se quedó, recargado en el suru que usaba como patrulla. Bulevar Madero y Morelos. Cavilando, permaneció con la mirada extraviada, apuntando hacia la glorieta. Vio a lo lejos un convoy de suburban que se acercaba sin hacer caso a los semáforos. Una de ellas se adelantaba y bloqueaba el paso vehicular por las avenidas. El resto seguía de frente. Eran cinco.

Pensó en su arma de cargo, una cuarenta y cinco colt. A la cintura y a la vista. Valoró la posibilidad de taparla con esa camisa desfajada. Pero desistió. Se volteó hacia la Obregón y reviró varias veces, pero sin llamar la atención. El cortejo estaba cerca y él sintió los hilillos de sudor partiendo su espalda y su frente. Pasó la primera. Luego la segunda, la tercera y la cuarta.

Alcanzó a ver de reojo siluetas de hombres del otro lado de los polarizados. En silencio el bulevar o por lo menos así lo sintió él: cámara lenta, más sudor y calor, temblor en sus piernas.

Pero el quinto no fue tan malo. El cristal oscuro bajó lentamente frente a él. Del otro lado y sin descubrirse el rostro una mano salió para dejarle caer una gruesa paca de dólares.

Manoseó el fajo como pitcher que soba la pelota antes del lanzamiento. No miró a los lados. Ya nada importaba. Tenía en sus manos lo que le habían negado sus tochitas. Una paca. Solo por no ver. Por dejar pasar. Una paquita, rezaba él.

 

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