Malayerba ilustrada: Maletín blanco

 

 

Le encargo el maletín. Si usted se va con él la mato. Si lo abre la mato. Si no lo entrega o se lo da a la persona equivocada la mato. Y le dejó el maletín. Era negro. Brillaba. De piel. Cerrado. Para abrirlo se requería combinación. Va a venir otra persona, no yo, y le va a preguntar por un maletín blanco. Es negro pero le va a pedir uno blanco. Y usted se lo va a dar. Sin preguntar. Sin más ni más.

Así lo hizo: enterró el maletín en el patio, junto a la pared del cuarto. Lo dejó a dos metros de profundidad. Si alguien escarba, lo vamos a oír, pensó.

Esa noche llegaron a su casa media docena de hombres fuertemente armados. Dos camionetas oscuras se estacionaron en el patio de enfrente. Cuatro de ellos se distribuyeron en las esquinas del lote y ahí permanecieron vigilantes. Los otros siguieron en la camioneta o escoltaron al tipo que bien vestido y de sombrero tejano se acercaba a paso seguro hasta donde ella se encontraba. Todos con cuernos de chivo. Algunos con escuadras a la cintura.

La contraluz impuesta por los fanales le impidió ver rostros. El foco del exterior dibujaba algunos rasgos del interlocutor. El que aparentaba ser el líder se dirigió hacia ella. Sabemos quién es usted y quiénes viven aquí. Sabemos qué hace su esposo y también conocemos a sus parientes. Todo. Así que le dejo este maletín. No me lo puedo llevar, así que usted es la responsable. Es negro. Espere unos días, tal vez semanas, y vendrá otra persona a preguntar por un maletín blanco. Entonces usted tendrá que entregárselo, así como yo se lo entrego a usted ahora.

Nadie hablaba más que él. Algunos de ellos permanecieron expectantes. Otros no se le despegaban.

Al chasquido de dos dedos terminó la conversación y la visita. Todos subieron a las camionetas y él fue el primero. Los que resguardaban el lugar lo hicieron cuando las unidades ya estaban en movimiento.

Y ahí se quedó ella, inmóvil. El maletín frente a ella. Llegó Juan, su esposo, y le platicó todo. Coincidieron en que tenían que enterrarlo en el patio, pero en un lugar pegado a la casa. No vaya a ser que se lo quieran robar. Y dos metros cavaron.

Días. Semanas. Meses. Nada.

Una foto en la sección policiaca de un diario local le llamó la atención. La foto presentada por la víctima de un atentado del narco que murió a tiros durante el ataque le jaló la mirada. Era él sin sombrero tejano ni ropa presentable. Lo reconoció luego de unos segundos.

Se preguntó qué hacer. Pero luego ya no lo dudó. Tenía que esperar pues aquel tipo bien vestido le informó que no iría él por el maletín negro que era blanco, sino otra persona. Así que esperó nuevamente.
De noche le llegaron las novedades. Una camioneta con siete sujetos interrumpieron la media noche apacible en su casa, en medio del monte. Eran otros. Uno de ellos se acercó y le dijo: vengo por el maletín blanco que es negro. Démelo por favor.

Así que lo desenterró. Esta vez le ayudó su marido y fue él quien lo entregó, después de desenterrarlo. Y lo entregaron. Frente a ellos los desconocidos abrieron el maletín. Sin un solo error abrieron, revisaron la carga y lo cerraron. Nadie más vio el contenido.

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