Malayerba Ilustrada: La Fiesta

 

 

La fiesta se celebraba en La campiña: local suntuoso, junto a la Comercial Mexicana, la Banda Culiacán y como cantante de lujo Valentín Elizalde, manteles largos y de lujo, decenas de meseros y comida de sobra.

Era un pachangón. Organizado por Javier López, el jotapé, narco de moda y jefe de otros que andan en la mafia pero de menor pelo. Su cumpleaños ameritaba eso y no podía dejar pasar la oportunidad para echar la droga y los dólares por la ventana.

A su paso por las mesas había que responder con un atento saludo, de pie. Hombres y mujeres por igual, tenían que extenderle la mano y hacer la respectiva reverencia. Una suerte de besamanos al jefe del momento. Señor para allá. Señor para acá: no era nada bueno llamarlo por su nombre. Menos si no se pertenecía a la fauna cercana que regularmente lo rodeaba y protegía.

Entre los asistentes sobraban los aprontados. Pero todos tenían una vela en ese entierro festivo. Jefes policiacos, funcionarios del gobierno. Dirigentes políticos, parientes y agentes de las diferentes corporaciones. Delincuentes de hoja verde y polvo blanco. Guaruras y “madrinas”. Empresarios nuevos y ricos en pleno ascenso. Pistoleros de la Guadalupe Victoria y adictos de Badiraguato. Ganaderos y agricultores prominentes. Nadie faltó.

El lujo hasta en la sopa. Crema de queso como primer platillo. Pollo burburi, con tocino y chile morrón. Ensalada verde y puré de papa en forma de pera. ¿Bebidas? Lo que deseara el comensal: de güisqui para arriba.

En el centro de las mesas 25 rosas rojas y alcatraces. Bases de los arreglos hechos con herrería fina. “Incrustaciones de una especie de cuarzo color plata. Todo combinaba con el vestido de la esposa del festejado.

Había que agasajar a los cerca de 400 invitados y cumplir el más mínimo capricho del cumpleañero. Cuatro o cinco invitados por mesero.

Afuera, patrullas de la ministerial y la municipal ya habían pasado a recoger sus respectivas “cuotas”. Otras unidades y agentes se confundían con las camionetas de los invitados y los guaruras que vigilaban.

Desde las nueve de la noche había empezado el ingreso de invitados. Ya para las once aquello estaba lleno y en pleno auge. A las doce el baile era ya una realidad. El jotapé ya estaba entonado y feliz. Menos rígido y ceremonioso, platicaba y cantaba. Pidió algunos corridos y soltó carcajadas. La fiesta era suya y había que gozar el momento.

Justo en este apogeo un grupo de diez sombrerudos que formaban parte de su séquito personal se dirigió hasta él. En la mesa de honor uno de ellos le explicó al oído. Los otros permanecieron observando alrededor. Armas visibles a la cintura. Uno de ellos con un fusil debajo de la chamarra de cuero.

Se puso de pie y algo le dijo a su mujer. Ambos egresaron aprisa por una de las puertas laterales. Los rodeaba el cuerpo de seguridad. La música siguió. Poco a poco el resto de los asistentes se fueron percatando de la acción inusual.

Muchos se levantaron. El resto lo hizo en estampida. La noticia corrió: los guachos se acercaban para cercar al jotapé.

Los de verde olivo llegaron presurosos e imponentes. Algunos encapuchados y otros con atuendo normal. Y nada. La banda estaba ahí ya sin tocar. Los meseros rondaban las mesas. La comida servida. Las bebidas intactas, ya sin fiesta. Y la fiesta en otra parte.

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