Huéspedes

Hasta la madre de su casa y de comer frijoles, decidió irse con el novio. Apenas lo conocía pero tenía una escaleid del año: dorada y grande, imponente y brillante como un sol, ruidosa y de motor alterado, sonaba La cucaracha cuando el joven novio iba por ella y aplastaba el claxon. Ella salía brincando, liberada de las cadenas de la miseria en que vivía su familia.
Iba por ella a la prepa y de ahí se salió cuando él le propuso que se fueran a vivir juntos. Le puso una casa grande, de seis recámaras. Es tuya, le dijo. La compré para ti. Y al otro día, mientras los cargadores metían los muebles y los obreros hacían arreglos y detallaban, ella se instaló en sus aposentos.
Ese mediodía que decidió irse de su casa, a sus dieciséis, su padre le había puesto una pela. Hija de tu chingada madre, te crees riquilla cabrona. Pero yo soy más cabrón. Y le pegó varias cachetadas y le dejó muescas de los cintarazos en la espalda. Órale, pa que te eduques. Ella no chilló. Orgullosa se puso de pie y miró a su madre, como despidiéndose de ella. Agarró el plato de frijoles y lo estrelló en el piso. Gritó trágatelo tú, dirigiéndose a su papá. Y se fue.
No tenía ni dos semanas de novia pero al joven de la Colt en la cintura le fascinó la idea de llevarse consigo aquella chaparrita morena, cuyas ondulaciones brincaban cuando usaba faldas cortas y voladas. Era su novia, su morra, su amor, su trofeo. La idolatró, la puso en un altar y la encerró en esa casona inmensa en la que ella era todavía más diminuta y conservaba esa belleza, con todo y ese bebé recién parido.
Una noche llegaron cinco suburban y quince hombres. Todos encuernados. Se metieron a la cochera e ingresaron seguros a la mansión. Ella salió a la sala, espantada. Quiénes son ustedes, qué quieren. El de gabardina hizo señas y bajaron cajas con botas de avestruz, hieleras con carnes y mariscos y cerveza, paquetes de droga. El hombre la miró y se acomodó en el sillón más grande.
Otro de los empistolados bajó y le lanzó un piropo a la mujer. El de gabardina lo castigó: te quedas en la suburban por faltarle respeto a la señora de la casa, pídele disculpas, pendejo. Se dirigió a ella y le explicó que era el jefe de su esposo, que les había dado permiso para quedarse unos días porque necesitaban esconderse.
Dónde duermes, preguntó el jefe. Le dijo que en el cuarto de servicio. Eres muy lista, respondió él. A partir de hoy yo duermo ahí. Repartió las recámaras y le pidió que no se preocupara. No le va a pasar nada. Ahí permanecieron quince días. Al esposo le encargaron que custodiara la entrada, mientras el bebé bailaba entre colillas de cigarros de mota, hilos de polvo blanco y botellas vacías de bucanas.

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