La novela de la justicia

Hay en todas las obras de Andrea Camilleri y de Leonardo Sciascia una relación con lo jurídico, una alusión a la ley como referente insustituible del pacto social acordado entre los hombres. El tema de todas sus novelas —como el de todas las novelas policiacas— es la justicia. Abundan en sus escenarios personajes de la judicatura, inspectores del Estado, carabineros, agentes secretos, jueces y magistrados, policías, médicos forenses. A la gente de Sicilia le obsesiona la idea bíblica de la justicia: no hagas a otro lo que no quieres que te hagan a ti mismo.
Hay una tradición en la isla consistente en que cuando la gente de los pueblos va a las grandes ciudades siempre, antes de regresarse a su casa, no se priva de darse una vuelta por los tribunales, a costa de perder el tren. Esta curiosa como ancestral costumbre tiene que ver con la forma en que los sicilianos viven la ley. Existe un cierto celo jurídico, una curiosidad por saber a quién se está juzgando y de qué manera se están comportando los jueces. De hecho, el germen histórico de la mafia se localiza en esa necesidad de justicia —hacia la mitad del siglo XIX— que se sentía en la Sicilia rural. ¿Por qué? Porque los sicilianos no confiaban en la administración de la justicia estatal que les imponía un poder extranjero: la Corona española de los Borbones representada por el virrey. Y por ello mismo la mafia surge como un sistema de justicia informal en la que el capo mafioso era una especie de juez de paz.
La “pasión por lo jurídico” se vivía asimismo entre los ciudadanos de la Roma imperial —cuna del derecho, pero también su tumba— cuando a finales del siglo XX empiezan a privilegiarse los intereses particulares sacrificando el bien común. Porque ya desde los tiempos de aquel derecho romano que tanta escuela hizo en Occidente se vivía —como ahora, como siempre— la paradoja de la justicia: el predominio de la verdad jurídica por encima de la justicia real. La verdad técnica de los jueces —la verdad sucia de los abogados— habrá de imponer su formalidad procesal en la última instancia inapelable.
La filiación literaria de Leonardo Sciascia también tiene que ver con una pequeña novela de Alessandro Manzoni: Historia de la columna infame. Es un texto jurídico, tenebroso e incómodo. Manzoni desmonta los dispositivos del aparato policiaco de su tiempo y los “razonamientos” discursivos del poder judicial que cede “a los respetos humanos y a las preocupaciones del vulgo” para justificar cualquier cosa con las leyes y obrar en función de las confesiones obtenidas bajo tortura, tal y como se sigue haciendo en nuestros días, al menos en México.
A este tipo de novela se le conoce como la “novela de ambiente judicial” italiana, que no es exactamente como la policiaca o como la novela negra.
La columna infame, pues, fue erigida en Milán en 1630 para ignominia de un barbero y un comisario de sanidad condenados a la amputación de la mano, a ser mutilados con tenazas candentes, quebrantados en la rueda y, por último, degollados, al cabo de seis horas de agonía. Sin embargo, en un gesto simbólico —para salvar la estirpe milanesa— los ciudadanos de Milán arrasaron la columna infame antes de la Revolución.
Nota del editor: Este texto fue publicado en nuestras páginas el 31 de mayo de 2010. Lo reproducimos ahora que Campbell, nuestro colaborador y amigo, convalece: como un acto de permanencia, de vigencia, de solidaridad.

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