La ética de la envidia

envidiaEn memoria de Helena Beristáin
No es un crimen la envidia. Es una emoción. Es un rapto incontrolable proveniente tal vez de nuestro cerebro reptil, es decir, de nuestro sistema nervioso autónomo. Es algo que no está en nuestra voluntad controlar. Lo que importa no es la envidia en sí misma sino lo que hacemos con ella. Es un sentimiento. Tal vez pertenezca al orden inconsciente en el que se dan los celos… o el amor, en esa zona de la biofísica automática que tiene que ver con al índice de acidez durante el sueño, el ritmo cardiaco, el impulso respiratorio.
Porque nadie es invulnerable a la envidia. Es algo que nos sobreviene, como un recorrido a lo largo de la espina dorsal.
La envidia impide a quien la padece gozar del éxito de los otros. Podría ser lo contrario de la compasión. La pena por el dolor ajeno.
Nadie la desea, porque no es agradable. De todos los pecados capitales es el que más causa dolor. No es su única desventaja el provocar ansiedad y aislamiento. Reaccionar mal ante el gozo, la alegría, el triunfo, el bienestar de los otros, no puede sino causar desasosiego y frustración. Si el otro gana más dinero, te molesta. Si el otro tiene más suerte con las mujeres, te da coraje. Si el otro escribe mejor que tú, te hundes en el silencio y la indiferencia: haces como que no existe.
Dícese que unos países son más envidiosas que otros. De esa fama gozan los españoles, aunque no podríamos echarles la culpa de esa herencia fatal que puede también gestarse en la mentalidad del México prehispánico. Los norteamericanos, se dice, no son tan envidiosos como nosotros. Suelen celebrar tus éxitos. No te sabotean porque destacas más que los otros. No hablan mal de ti porque eres guapo.
La capacidad de goce, la predisposición al placer de los jóvenes también ocasiona oleadas de envidia en quienes lo contemplan. La misma juventud y su belleza y su energía son motivo de envidia. Borges afirma que los españoles padecen tanto la envidia que cuando una cosa les parece atractiva o deseable dicen que es “envidiable”.
Obviamente, no sin cierta ironía, hablar de una ética de le envidia presupone una contradicción en los términos. Es como hablar del mal del bien. Es como referirse al honor de la mafia, al código de honor de Cosa Nostra, a la ética de la política, a la moral de la corrupción. Pero en cierto sentido podría entenderse que una ética de la envidia podría manifestarse cuando la persona que la siente no se aprovecha de ella para hacerle el mal a la envidiada. No porque me cae mal un escritor o un periodista o porque le tengo envidia voy a impedir que se le publique su libro en alguna editorial, si está en mí obstaculizarlo. No tengo derecho a ello. Debo educarme para domar mi envidia.
No envidiamos al que amamos. Envidiamos al que nos hace sombra. O al que de pronto destaca, por encima de nosotros, cuando nadie se esperaba que sobresaliera. En las familias, Caín envidia a Abel. En la convivencia laboral brotan esos sentimientos, ante la compañera, el jefe, el subordinado.
No es un tema extraño a El Príncipe, de Maquiavelo, el de la envidia. Porque en las relaciones de poder y de riqueza se obra muchas veces por envidia. La competencia política, la ambición, el sentirse amenazado, propician la más cruel y perversa de las envidias. En política quien tiene poder puede usarlo para materializar su envidia.

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