En tierras calientes

Michoacan
Leonardo Gibert fatigó las calles de Tijuana en su juventud como investigador privado y, a veces, como agente judicial, como representante de la ley, es decir, del Estado. Luego tuvo que salir perseguido de Baja California y se refugió en la sierra media de Sonora, como profesor en la Universidad de Cucurpe. Algo tenía de periodista, pues su padre fundó en los años 40 un periódico vespertino: El Tijuanense, que desapareció después de la segunda guerra mundial por la censura que quiso imponerle el gobierno de Mexicali.
A él se debe la creación de un seminario de delito comparado en aquella universidad de la sierra. Se proponía, con alumnos de derecho penal y de letras, estudiar el fenómeno de la criminalidad del sur italiano (la mafia siciliana, la ‘ndrángueta calabresa, la camorra napolitana, la Santa Corona Unita de la Puglia) y compararla, histórica y sociológicamente, con las formaciones delictivas del noroeste mexicano. Se preguntaba cuál podría ser la peculiaridad de la mentalidad sinaloense, un enigma.
—Que venga usted a hablarnos de la mafia y de la camorra aquí al Noroeste es como ir a vender cajetas a Celaya —la dijo una de las alumnas, Marina Ruiz, que no procedía de la facultad de derecho sino de un centro de estudios literarios de Hermosilllo. Por alguna razón, hubo más interés entre los estudiantes de letras que entre los de derecho: “A nosotros nos basta con leer el Código Penal”, dijo un jovencito de El Sásabe.
Marina pensaba que al buscar un paralelismo entre la imaginación criminal meridional italiana y la creatividad mexicana para escabullirse, para jugar al gato y al ratón con el Estado, Leonardo Gibert no lograba establecer una diferencia muy nítida entre las dos invenciones culturales. Acaso podría desprenderse de modo simbólico algún parecido: la desaparición del Estado, por ejemplo. La percepción de que la impunidad de los gobernantes engendró la beligerancia de los delincuentes.
En la jerga periodística italiana se hacía uso, después de muchos años, de la expresión “inexistencia del Estado”, para designar aquella regiones de la península de Italia en  donde el Estado ya no ejercía. “Hay Estado”, escribían los periodistas. “Pero no está.”
—Como en Michoacán ­—dijo un estudiante de Magdalena, Jesús Mendoza—. Se ha estado diciendo que en muchas partes de México el Estado ya no existe, en Tamaulipas también: zona de guerra, zona de zetas. Que han ocupado su lugar las organizaciones criminales, las mismas que cobran impuestos y practican la extorsión, el “derecho” de piso, lo que en Sicilia se llama el pizzo.
—Habría que no utilizar con ligereza algunas expresiones —habló finalmente el profesor Leonardo Gibert—. Porque el Estado ya no es lo que fue en el siglo XIX, al menos conceptualmente. Ya no es lo que decía Max Weber: la territorialidad, la soberanía, la legitimidad, el monopolio de la coacción física legítima. En nuestro tiempo el Estado es otra cosa; hay estados fuertes y estados débiles. De todas maneras tiene que haber territorio, fuerza de las armas, y ley. El Estado es la Constitución. Donde no hay ley hay locura.

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