Charla, comida, bebida y música en el Día de Muertos

panteon

Se acerca el 2 de noviembre, una fecha que a muchos nos sumerge en la nostalgia. El Panteón Civil de Culiacán es un punto que recuerdo porque desde niño he pasado por ahí, lo conozco por dentro y por fuera; por dentro tiene algunas tumbas que son parte de la historia, tanto por los personajes que ahí están sepultados como por la forma de sus nichos; en las banquetas del cementerio solían estar aquellas personas pidiendo limosna, eran enfermos a los que identificábamos como lazarinos, por cierto, algunos causaban temor y asco por tener los rostros carcomidos por la lepra. Recuerdo un caso muy sonado: un día del mes de agosto del año 1953, la pequeña ciudad que entonces era Culiacán, de apenas 40 mil habitantes, se estremeció con la horrenda imagen de un hombre sin cabeza flotando en el río Tamazula. Las autoridades decidieron llevarlo al panteón y exponerlo al público para su identificación.

El morbo de la gente se manifestó, y pronto se dieron largas colas para mirar el cadáver. Mi hermano Isidoro y yo fuimos. Entramos al salón donde lo tenían, de inmediato nos atacó la peste, pero cuando vi el bulto hinchado reaccioné con arcadas y me salí apurado. Momentos después, mi hermano me dijo: se parece al Charrascas, pero no es, no se le mira ninguna cicatriz. Se refirió a uno de los matones de la Colmaz, el tipo tenía verdugones por todas partes. Durante todo aquel día no pude comer y en las noches siguientes despertaba sudoroso, porque la figura del bulto se levantaba de aquella losa señalándome.

La tradición de la conmemoración del día de muertos, en todo el país, parece más una celebración de fiesta. Las familias se unen en torno a las tumbas y ahí pasan horas charlando, comiendo y bebiendo, algunos hasta escuchando música, y no precisamente de la que le gustaba al recordado. Y ahora con un agregado más: el celular.

En lo personal he tenido algunas experiencias, como aquella en la que un par de reporteros franceses me pidieron los llevara a convivir a una fiesta de narcos. Los llevé al panteón Jardines del Humaya; se sorprendieron cuando se dieron cuenta de qué se trataba, en ese momento contamos ocho bandas de música sinaloense y cinco conjuntos norteños. ¿Qué festejan? fue la pregunta, la respuesta los sorprendió, pero luego se adaptaron. Hicieron un recorrido admirando los diversos contrastes, tanto de la gente como de las tumbas y los increíbles mausoleos; en uno de éstos, que por suerte estaba vacío, pudieron ver fotografías con gente alegre, botellas de wisky, cajetillas de cigarros, chocolates y un celular.

—¿Y todo eso para qué?

—Para que el huésped se atienda.

—¡Oh! Qué comprensivos.

Seguimos recorriendo, y algo más que llamó la atención fue que entre el gran colorido de las flores, sus olores, las velas y veladoras encendidas, los rezos, las charlas, la ingesta de bebida y comida y la música interminable y rotunda, ante una lápida sencilla, sentada en sillas plegables había una pareja de ancianos muy elegantes y una niña muy linda, de aproximadamente ocho o nueve años, los tres en silencio, como sumergidos en sus recuerdos. Lo curioso es que estaban protegidos por un cordón de soldados del ejército y otro más de la PGR. Aquello llamó la atención de mis acompañantes, pero les pedí fueran discretos. El de la cámara se retiró, desde una distancia y entre tumbas, filmó a sus anchas. Mientras la reportera y yo nos retiramos para ver desde otro ángulo, ella insistía en que la llevara a conocer la tumba de Lamberto Quintero.

Un mes después, gracias al dios google, pude ver un amplio reportaje en un importante rotativo parisino. Hablaban del folclor mexicano el festejo de la muerte. Tenue referente de la película Coco, pero de la misteriosa tumba protegida, nada.

En aquellos años del romántico pasado, la visita a los panteones el día primero de noviembre era para honrar a los angelitos (niños-niñas); se limpiaban sus tumbas, se les prendían veladoras, se adornaban con floreros de hojalata y flores de papel crepé en colores azul y rosa; se les rezaba y hasta ahí. La acción con los adultos, la distinción era porque se les llevaba flores de verdad, se les prendían velas y se les rezaba, al menos un rosario con actitud solemne, de tristeza que a veces terminaba en llanto. No había música, nada de cuentos, chistes, ni comilonas y menos celulares.

Ahora, con tanto alboroto, es posible que los muertos se alebresten, ansiosos de participar del derroche y la alharaca. Tal vez alguno se ponga triste porque su novia esta vez no llegó, otro se fijará que su mujer va acompañada de alguien que él nunca había visto. Y aquéllos plebes, que siendo primos andaban jugando carreras en motos cuando los sorprendió la calaca.

Festivos, desde un rincón uno le dice al otro:

—Oye, ¿ya viste? Qué buena su puso tu prima.

—Sí, y tu hermana también.

El poeta Jaime Sabines, en un fragmento de su poema dedicado al Mayor Sabines dijo: Déjame reposar, aflojar los músculos del corazón y poner a dormitar el alma para poder hablar, para poder recordar estos días, los más largos del tiempo. Convalecemos de la angustia apenas y estamos débiles, asustadizos, despertando dos o tres veces de nuestro escaso sueño para verte en la noche y saber si respiras. Necesitamos despertar para estar más despiertos en esta pesadilla llena de gentes y ruidos.

Diría nuestro inolvidable amigo Javier Valdez Cárdenas: Estos batos no respetan ni a los difuntos. Pero ¿saben qué? Se los diré con palabras científicas: la calaca sí es chingona, aplica la democracia arremangando parejo.

En este país, varios cientos de miles de muertos y muertas que fueron injustamente asesinados, están esperando que los representantes de los gobiernos les hagan: ¡Justicia! ¡Justicia! ¡Justicia!

*Escritor de la novela La maldición de Malverde.

Artículo publicado el 28 de octubre de 2018 en la edición 822 del semanario Ríodoce.

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