Hay un perro negro al centro de un teatro circular. Un haz de luz se posa en él, resaltando su pelaje, cada músculo que se tensa, cada bocanada de aire que exhala. No es un perro común, parece un rottweiler que mordisquea un objeto del tamaño de un puño, el cual lanza con el hocico hasta que casi lo saca del plato. Luego lo trae de regreso y continúa su juego entre gruñidos y tirones. El objeto purpúreo golpea flojo contra el piso (parece algo orgánico), y a medida que el perro lo muerde, deja pequeños trozos en la loza. La luz permite observar manchas de sangre que a poco tiñen el centro del escenario. Finalmente el perro lo destroza y sale del foro. El público se levanta, uno a uno, después en grupo y aplaude rabiosamente. Yo también me pongo en pie, pero cuando siento que me desvanezco y me llevo la mano al pecho encuentro el hueco enorme que ha quedado en mis costillas.