Orines

Para Alejandro Román, ese gran bato.

 

Celeste era universitaria y vivía en una ciudad que parecía quedarle chica: conocía de memoria los antros y bares, los casinos, el cine, los cafés y restaurantes de caché y los más sencillos. Estudiaba una carrera universitaria y no le iba mal en calificaciones, pero ella quería más en su vida, sus pasos, el viento pegándole de frente, el sol inocuo y la luna rojiza y rodeada de ese velo lechoso, siempre retándola. Más, más, más. Quiero más.

Su madre le dijo que ya no llegara tan tarde y menos los fines de semana. Están muy feas las calles, la ciudad. Hay mucha gente mala. Dicen que en la noche patrullan los sicarios y que hay toque de queda. Qué es eso, preguntó Celeste. Esa palabra no existe en mi diccionario. Tenía un carro rojo, deportivo. Se veía bien el carro pero más cuando ella iba frente al volante. Como esa noche, que su amiga Rubí la invitó a gastarse una lana en los casinos.

Celeste veía cómo su amiga metía y metía monedas a las maquinitas. Sacaba billetes, los cambiaba por fichas y luego a los dados, otra vez las máquinas y otra ronda por la senda del perdedor. Hasta que acabó con el presupuesto que su padres le habían dado para esa semana. Vámonos, ya no tengo nada. La llevó a su casa por las venas de luces y asfalto, le dio un beso de despedida y partió. De regreso, recordó que su madre le había pedido leche deslactosada. Casi media noche. Empezó a buscar un ocso para comprarla.

Entró, fue al fondo buscando el refri de los lácteos. Nada. Le preguntó a la cajera. No han surtido, respondió. Salió al estacionamiento y justo cuando desactivó la a larma de su carro rojo sintió algo duro en su costilla izquierda. No supo qué era, pero el hombre que estaba detrás le dijo no grites no respires no hables. La subió a una camioneta donde había otros tres. Encapuchados y armados. Uno le arrebató el bolso y vació papeles, tarjetas, billetera, lentes, cosméticos. El que revisaba dijo, encabronado, chingada madre. Ella sintió que se meaba.

Empezó a decirles que no le hicieran nada. Suplicó, sentada en el asiento delantero. Que era estudiante y que no traía dinero. Mis padres me esperan, por favor. Déjenme ir. Ellos la miraban como quien mira la señal de alto en un crucero. Ansiosos, sedientos, alterados. Volteaban para atrás y para los lados. Nada, jefe. No trae nada.

Pinche vieja, andas perreando. Bájate. Bájate, lárgate de aquí. Ella lloraba. Calladita porque te mato, cabrona. La siguieron con sus armas y vieron cómo se alejó en su carro. Al día siguiente salió en los periódicos balacera afuera de un ocso. Hombres armados atacan a los tripulantes de un vehículo rojo. Y ella, que vio la nota, sintió cómo brotaban los orines, cuesta abajo, entre sus piernas.

 

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