Malayerba Ilustrada: 35 segundos

 

Cámara. Acción.

En la imagen aparece un hombre adulto boca abajo. Tiene ambas manos en la cabeza. Ojos cerrados. Ojos cerrados y apretados. Alguien lo sujeta de la cabeza, le jala los cabellos.

Está postrado en el piso de algún vehículo. Debajo se ven los tapetes y a un lado el asiento.

Son dos o tres los que lo mantienen ahí, cautivo, amarrado a los puños y a los nudillos. Aparece en la imagen, bien centrada, una pistola escuadra. Puede ser una cuarentaicinco. Cachas blancas.

Le gritan: cierra los ojos, hijo de tu pinchi madre. Ciérralos. Pídele perdón a este cabrón. Y el prisionero responde a gritos que parecen llantos: perdón, perdóname, viejo. Ya nunca lo voy a volver a hacer. Chingo mi madre si lo vuelvo a hacer. Ya nunca, viejo, ya nunca.

Si no, te mato, a la verga, ¿no? Te mato, hijo de la chingada.

Ya nunca, Pa. Ya nunca.

¿Nada? Nada, Pa. Ya nunca. Nada. Lo juro, Pa. Chingo mi madre si lo vuelvo a hacer.

Aquello es un diálogo desigual en el que sólo el cautivo escucha, recibe órdenes, amenazas, insultos: del otro lado no hay quien reciba sus súplicas.

¿Seguro?

Seguro, viejo. Seguro, Pa. Seguro. Chingo mi madre si me vuelvo a meter. De verdad, viejón.

A la escuadra se une un fusil. El cañón gris asoma en el cuadro del video sin dejar de moverse ni de apuntar. Frente al hombre sólo parecen estar los cañones, que no le quitan la mirilla de encima.

Pérate. Pérate, pendejo. Dos patadas. Una, otra y otra cachetada. Pérate, pendejo. Y el tipo no se mueve. No va a ningún lado. No espera más que ese funesto escupitajo de fuego. Ese manojo de plomo. Ese rasgar del sonido y del viento. Esa muerte cortita, terminante y cercana.

Pérate. Le vuelve a gritar. Otra cachetada acompañada de su respectivo puntapié. Voltea. Voltea. Y el tipo no se mueve. No puede porque está sujeto a esos nudillos morenos que lo mantienen sometido. Abre los ojos. Abre los ojos, a la verga. Y los abre.

¿Cuál prefieres? ¿Cuál, pendejo?

Uno de ellos corta el cartucho del cuerno de chivo. Craccrac. Cuál quieres para que te lleve la chingada.

Apenas abre los ojos, pero no quiere ver. No de tan cerca, no tan rápido. Y parece decir: déjame ir, respirar, vivir un poco más. Las venas de la frente se asoman bajo la piel. Sobresaltan la epidermis. Quieren emerger, reventar.

Un mapa de venas saltadas se le forma. Los ojos también se le saltan. Quieren brincar. Hay humedad en sus cavidades. Es la eternidad certera de la muerte y lo efímero del respiro vital.

Otra cachetada. Está rojo, azul, verde, gris el rostro.

Ya ciérralos. Ciérralos, pendejo. Y no sólo los cierra: quiere girar la cabeza, no ver más, no tener de frente los túneles oscuros de ambas armas.

Ya no abras los ojos. Fíjate bien en qué terreno te metiste. Fíjate bien porque a la otra te mato, a la verga.

Sí, sí. Está bien, viejón. Ya no me voy a meter, ya no. Ya no me voy a acercar.

Fíjate bien porque no va a haber otra. Y no abras los ojos.

Corte.

Son treintaicinco segundos de un video. Lo trae Juanito en su celular. Lo trae y lo presume. Dice que son sus amigos. Que al bato lo dejaron ir, pero que lo trae para enseñarlo, para repartirlo. Que sepa la raza quién es él. Con quién se meten.

 

Columna publicada el 21 de enero de 2018 en la edición 782 del semanario Ríodoce.

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