Lupita, la novia de Culiacán

Lupita 4

 

                                                                                   —Dígame Lupita. ¿Qué le hace falta?

                                                                                           —El alma. Ya no la tengo. Se ha ido una noche.

Lupita no fue, sigue siendo “la novia de Culiacán”

En la década de los 60, con mis asombrados ojos de niño la miré, siempre vestida de novia, caminar por la avenida Álvaro Obregón; de la calle Costa Rica —hoy Ignacio Ramírez— que conduce al estadio Ángel Flores, salía para tomar la que hasta la fecha sigue siendo el eje principal de la ciudad. Irrumpía con su inmaculada presencia atrayendo a citadinos y visitantes; todos escudriñando cada paso, cada gesto, su entorno, intentando encontrar una explicación a lo que parecía un tanto surrealista. El poeta que en ella se inspiró para crear poemas, nos regaló esta metáfora: “Es la perla que ilumina el Humaya, imponiendo su luz entre la oscuridad de la violencia, el polvo y la maldad”.

Ulises Cisneros, poeta, ensayista y dramaturgo; de una biografía novelada creada por él mismo, mediante una obra teatral, algunas veces teniendo como escenario el panteón San Juan, dio vida a retazos y pasajes reales e inventados, de esta dama que logró atraer el interés, desde el primer día que apareció vestida de novia, caminando por nuestras calles.

La historia, y más que historia, su leyenda, por lo incierta, indica que nació en Amoyoa, pueblo ya desaparecido del municipio de Ahome. También dicen que se casó y logró ser parte de una familia; junto a su esposo, de nombre Manuel, logró tres hijos varones y una mujer, de esto no se sabe gran cosa, tampoco de la causa o razones de su trastorno mental; y las especulaciones se fueron acumulando en su diario caminar por la ciudad.

El novio la dejó vestida y alborotada en la entrada del templo. ¡No! Se volvió loca porque a él lo mataron al llegar a la iglesia. Eso no es cierto. La verdad es que cuando se estaban casando, llegó una mujer con dos chiquillos, reclamando ser la verdadera y única esposa de aquél. ¡No! Yo supe que…

A las 11:00 horas, cuando el sol ya estaba convertido en brasa, ella salía a la calle a imponer su presencia, aunque ese no fuese su objetivo; no es normal que una mujer vestida de novia  camine,  despreocupada, entre el público. Ella lo hacía con paso seguro, sin importarle las miradas y comentarios que causaba.

Llegaba hasta el atrio de Catedral de nuestra Señora del Rosario, se santiguaba y con el rosario entre sus dedos, pasaba a la primera banca, descansaba unos instantes para hincarse y rezar. En una ocasión la vi salir hacia el lado derecho, donde en aquel tiempo estaba la casa parroquial; de su bolso sacó un papel para darle lectura: Sobre la sangre que Jesús ha derramado, camina la virgen pura en busca de su hijo. Dime dichosa mujer, ¿has visto a mi Jesús amado? Sí señora, sí lo vi. ¿No venía muy fatigado? Una cruz lleva en sus hombros, una cadena va arrastrando. Vamos aprisa señora, a alcanzarlo allá al calvario, que tan pronto lleguemos, ya lo habrán crucificado. ¡Ha, redentor querido! Por la sangre que ha derramado.

Luego de una pausa, se quedó en silencio, meditando. Sin importarle que su actitud ya había llamado la atención de varias gentes que le mirábamos, alzando un brazo, con el índice de su mano derecha apuntando al cielo, dijo con firme voz de tono sinaloense: “Padre. ¿Por qué usted no me quiere llevar a Roma? ¡Padre santo, no sea injusto! ¡Lléveme donde yo aclame! ¡Yo sé por qué debo hacerlo!”. Luego volvió a quedar en silencio, con la mirada fija en la sacristía; rezó pasando cuentas de su rosario. Salió de su aparente letargo para exclamar: “¿Y la justicia dónde tiene la cabeza? ¡Jesucristo, señor nuestro, ya basta de tanta injusticia!”.

Silencio. El quemante sol nos ardía, el lento vaivén de las palmeras nos invitaba a tomar un raspado bajo los paraguas de la refresquería del Tanis; eso sería más tarde.

Con un movimiento mecánico abrió su bolso y sacó un delicado pañuelo, blanco, por supuesto. Limpió las perlas de sudor que surcaban su rostro polveado, maquillado con descuido. Alzó la vista, viró su rostro y la mayoría de los mirones nos retiramos en discreta desbandada.

Echó a caminar por la calle Ángel Flores, rumbo al mercado Garmendia, al llegar, tomó por un pasillo y entró a una mercería. Como clienta aplicada, solicitó hilos, agujas, un dedal, un metro de pasamanería y dos metros de situache, para tapar costuras y adornar faldas y blusas. Pagó la cuenta y de nuevo el pasillo, donde de paso aspiramos el olor de los taquitos del Kikos, para regresar por la misma Ángel Flores; al llegar a la avenida Obregón guió sus pasos hacia el sur. Era el año de 1963, la casa blanca que ahora ocupa el ayuntamiento, recientemente había sido declarado Palacio de gobierno estatal. Lupita llegó hasta la puerta misma del imponente edificio, y ante el azoro de los dos policías que estaban de guardia alzó la voz.

—¡Salga, señor gobernador! ¡Sé que me está  escuchando, señor gobernador! ¡Salga!

La frase la repitió y  la gente empezó a mirarla.

—¡Señor gobernador! ¡Señor gobernador! ¿¡Está sordo!?

Hizo una pausa con su mirada fija en la puerta; uno de los policías hizo un ademán para indicar de su trastorno, el otro guiño un ojo en señal de complacencia. Lupita volvió a la carga:

—¡Señor gobernador! ¡Si no sale, ya no volveré, me doy cuenta que está sordo, no oye, no atiende! ¡Es una lástima, su educación que debería ser grande, como grande es su responsabilidad! ¡Pero no, grande es su soberbia!

Volvió a sacar su pañuelo, enjugó las gotas de sudor de su frente ya sin maquillaje; dio media vuelta y retomó a la avenida y se perdió hacia el sur de nuestra amada ciudad que no la olvida.

leonidasalfarobedolla.com

P.D. La sordera y soberbia de los gobernantes no es un defecto, es parte de su arsenal de recursos.

 

 

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