Kobe Bryant

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Para Pascal y Pedro

 

El pasado domingo mis hijos varones estaban conmocionados con la noticia que rápidamente dio la vuelta al mundo deportivo. La muerte de Kobe Bryant y otros ocho pasajeros de un helicóptero, entre ellos Gianna María, su hija adolescente.

El nombre Kobe durante años estuvo presente en mi familia pues inevitablemente cuando se hablaba de basquetbol inmediatamente aparecía su imagen espigada y sonriente. Y es que Kobe había sido parte importante de la formación de mis hijos varones no sólo como basquetbolistas, sino como deportistas. Había sido una suerte de alter ego en cada acción sobre la duela y fuera de ella, como seguramente sucedió con muchos jóvenes de todo el mundo, que hoy lo lloran en el desconcierto de la fragilidad de la vida.

Fue, sin duda, un gigante del basquetbol sólo comparable con Michael Jordan, Earvin Magic Johnson, Lebrón James o Shaquille O’Neal. Con un plus sobre todos ellos: su carisma, su luz, su karma. Ante la fuerza de su juego estaba el hombre sencillo, hogareño, amistoso. El que trasmitía inmediatamente simpatía en un medio, donde hay mucho cara dura y divos incorregibles. Kobe era abrazado incondicionalmente por sus fans que le festejaban cada desplazamiento, cada jugada y sus encestes y clavadas espectaculares.

Mis hijos estaban entre los fieles que le siguieron su desempeño año con año con los Lakers de Los Ángeles. De sus triunfos e inevitables derrotas frente a equipos coyunturalmente más poderosos. Al punto que había quienes estaban con Kobe, pero no con Los Lakers. En casa yo lo vi con mi hijo Pedro que estaba con Kobe, pero su corazón latía con Miami Heat. Ahora lo llora y se pregunta ¿cómo? Si, era un joven de sólo 41 años en la plenitud de su vida con cuatro hermosas hijas y ¿Por qué también su hija Ginna María? Si era una adolescente de solo 13 años destinada a continuar la gloria de su padre sobre la duela.

No hay respuesta ante lo impredecible e incontrolable. Me quedo con una frase religiosa que vi en redes luego de la tragedia: Sólo Dios sabe porqué se los lleva. Pero, como siempre sucede con los grandes personajes de la historia, queda para todos, su obra, sus hazañas como aquella en que en un juego anotó 83 puntos y su despedida del baloncesto con 62. Ambos son un ejemplo de vida. De un esfuerzo constante por ser el mejor entre los mejores del basquetbol. Y ahora, nos enteramos de que también era un buen empresario al punto de multiplicar la fortuna que había hecho sobre la duela y un padre extraordinario, que hizo familia con una joven de raíces mexicanas con la cual procreó cuatro mujeres y que hoy ella y sus hijas les lloran su partida inesperada.

Siempre este tipo de despedidas caen como una cubeta de agua fría, te sacude y tardas en asimilarlo. Viene, como muchos de sus ex compañeros lo han manifestado una pesadilla de la quieren despertar y confirmar que solo es un mal sueño. Pero no, es la pura y dura realidad. Kobe ya no estará entre los vivos, quedó en medio del humo que desprende el hierro retorcido de la nave calcinada en medio de un paraje de hierba seca. La nada que es la negación del Staples Center de Los Ángeles o en cualquier otra catedral del basquetbol estadounidense donde él brilló con toda la luz que tiene un talento que lo explotó al máximo como quien sabe que está en la tierra con una misión y no hay tiempo que desaprovechar.

Su amigo Pau Gasol, y compañero de los Lakers durante varias temporadas, nos da una pista de ello cuando recuerda con la tristeza encima cómo conoció a Kobe: acababa de integrarse al equipo de Los Ángeles y aquél lo fue a buscar a su habitación, era de madrugada y “me di cuenta de que Kobe no dormía”, era un fuera de serie y no desperdiciaba el tiempo en minucias como dormir más de la cuenta.

Quizá, intuía que su paso por la vida sería corto, pero: ¡Descanse en paz!

Y a mis hijos mi pésame e invitación para reflexionar sobre el tiempo y el sentido de la vida.

Artículo publicado el 02 de febrero de 2020 en la edición 888 del semanario Ríodoce.

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