Juanito, rockstar

JUAN JIMÉNEZ. Buen viaje, Juanito.

En el diminutivo había cariño, respeto, precisión, un nombre artístico que los propios seguidores replicaban para eliminar la posibilidad de error. A Juanito ese diminutivo lo engrandecía. Juan Jiménez tocó y cantó ininterrumpidamente por más de dos décadas en un par de bares casi sin nombre, sin marquesinas luminosas, meros cuartos oscuros cargados de humo de tabaco, pero siempre repletos de hombres y mujeres que cantaban a coro con él.

Juanito murió la semana pasada de COVID. Murió en la raya. Primero la enfermedad lo sacó del escenario por siete meses desde que se decretó el encierro y se prohibieron bares y centros nocturnos. De marzo a octubre quedó del lado de quienes la pasaron más dura, encerrados y sin sueldo. Luego volvería a su rutina de una vida entera, con su legión de seguidores mermada, muchos alejados aun por el miedo. Volvió, se contagió.

Juanito no necesitaba de mucho para conectar con los asistentes. Ni siquiera necesitaba estar modificando el repertorio. Una guitarra, un micrófono, a veces un atril para las letras, que nunca eran sus letras, pero siempre eran sus canciones. Mejoraba con Héctor el Compaye en el cajón peruano, le imprimía fuerza a su guitarra siempre a las prisas.

Desde el sótano del San Remo hasta el encierro del Peor para el sol, cual más de los dos igual de sórdidos, noche tras noche Juanito citaba a un grupo de desperdigados que lo identificaban directamente con Joaquín Sabina, pero lo mismo cantaba canciones de Silvio Rodríguez, Pablo Milanés, José Alfredo Jiménez, Luis Eduardo Aute, Alejandro Filio, Joan Manuel Serrat, Fito & Fitipaldis, las mañanitas a las 12, y otro puñado de canciones que no son parte de la trova o que sus autores no son recordados pero sí la letra, como Lágrimas negras que nunca faltaba.

Juanito fue un auténtico rock star. Recibía aplausos y hasta los asistentes coreaban su nombre a gritos frecuentemente, o insistían con otra y otra, “en esa hora maldita, en que los bares, a punto están de cerrar” como cantaba Juanito las de Sabina.

Trascendió generaciones además, ya no solo aquellos cincuentones arrastrando nostalgias sino jovencitos que apenas si tenían la credencial para entrar al bar. Juanito era el punto de encuentro de segundas y primeras edades. Incluso fue educando a muchos que caían desbalagados y en su vida habían oído de sabinas o silvios, de pablos o autes. Esos que a veces gritaban pidiendo una canción que parecía fuera de lugar, como de otro sitio, pero que finalmente complacía.

Juanito dejaba la guitarra, bajaba del templete, recorría mesas. Y siempre parecía ansioso por volverse a subir, por acabar el receso de música viva y treparse de nuevo. Abajo parecía todo tranquilidad, casi inexpresión. Arriba y con la guitarra volvía a ser Juanito.

En un concierto de Luis Eduardo Aute, invitado por la UAS, Juanito era uno de los asistentes. Contemplaba de lejos, recargado en un poste, como no queriendo acercarse al tipo del que se sabía muchísimas de sus letras de memoria, y las notas de guitarra de las canciones. Estuvo parado, alejado, como rindiendo respeto. Debía ser al revés, Aute le debía a Juanito. Ese hombre recargado en el poste se había encargado de repetir incansable las letras de Aute, llevándolas donde nunca hubieran llegado solas.

 

Margen de error

(PRI-PAN) En lo terrenal, la política mexicana ofreció otra lección de historia: PRI-PAN-PRD, otrora dueños de la escena, de puestos y curules, ahora conforman un bloque que busca mandar un solo mensaje en las elecciones próximas: quien no esté con AMLO, aquí debe votar.

Aunque es un lugar común, la alianza es por demás extraña. No hay democracia del mundo que no tenga acérrimos rivales políticos que terminan por conciliarse y buscar derribar a quien los supera en tamaño. Aquí lo complejo es acordar la narrativa coherente, la forma que siempre es fondo: ¿cómo explicarán PRI-PAN-PRD que ahora coinciden en propuestas, que unos y otros cedieron para ponerse de acuerdo en cuatro o cinco ideas de país donde antes tenían posiciones encontradas? En esa respuesta está todo.

Repartirse el país como un tablero, donde en unos lugares pondrá candidato el azul, en otras el amarillo y en las más el tricolor, no es una idea de país. Estas alianzas no debieran asustar a los ciudadanos, podrían ser carta corriente, pero solo serán un avance en la cultura democrática nuestra si lo acompañan de cuatro o cinco temas claros y específicos donde tienen un acuerdo y lo concluirán. Cualquiera que sea.

De otro modo, aun cuando ganen, estarán quemando su propia opción de alianzas futuras. El mundo no acaba en las elecciones de 2021, y quedará la rancia idea de que las alianzas son solo una engañifa, que no pasa de la coyuntura del momento ni lleva plan de gobierno que la acompañe. Todo político sabe que se gobierna también desde el Congreso, hasta desde una regiduría.

Los actuales dirigentes de las que fueron las tres grandes fuerzas políticas en México, parecen ahora meros gerentes, ninguno tiene talla de un político en serio, crecido. Meros administradores de la derrota.

 

Mirilla

(Morena) Las huestes de Morena responden con otro bloque, tan extraño como aquel. Mantiene una alianza con el Partido del Trabajo, PT, que se vende caro por los puestos que alcanzó con la ola del 2018 más que por una fuerza electoral real. Además, une a la fórmula el desprestigio del Partido Verde, con poder en algunas regiones del sureste, pero manchado en el resto del país.

Morena negocia desde otra posición, claro, lo hace como el gigante que domina, a diferencia de PRI-PAN-PRD que lo hicieron entre tres pequeñitos que pretenden volverse medianos. No por eso la alianza de Morena se vuelve más prometedora, al contrario, podría ser tan fallida como la otra. En conclusión, están en las mismas ambos bloques.

Una queriendo cachar el descontento antiamlo, los otros queriendo capitalizarlo. De nuevo todo gira alrededor de una sola figura (PUNTO)

Artículo publicado el 27 de diciembre de 2020 en la edición 935 del semanario Ríodoce.

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