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El maestro daba clases de mala gana. Cansado de tanto gestionar, pedir, ir y venir para lograr que la secretaría le pagara los dos meses de sueldo que le debía. Harto y malhumorado. Uno de los pobladores supo de sus carencias y lo abordó: te pago cuatro meses de salario, pero suéltame de vez en cuando a los niños.
Él se le quedó viendo y en ese momento esa mirada se lo contó todo: tenía la amapola florida, los bulbos hinchados y le urgía empezar a rallarlos y recolectar la cosecha de goma de opio. El maestro lo miró y lo miró otra vez. No parpadeó: entre pestañas, unos ojos con espinas y sangre, y él falto de lana y abrumado por todo, aceptó.
No fueron dos días sino toda la semana. Los niños en los surcos: bajitos, flacos, de manos pequeñas y todavía delicadas, eran lo que necesitaba la alfombra rosa de las amapolas y los bulbos y esa sustancia viscosa. Un peso mayor, manos torpes, movimientos bruscos, gente de mayor tamaño, habría echado a perder esa cosecha celestial, que parecía jugosa por las ganancias y de mercado garantizado.
El maestro aprovechó y descansó. Atendió asuntos administrativos de ese plantel en el que él era director, conserje, secretario, maestro y hasta consejero de padres y madres y alumnos. Se fue a reanudar sus gestiones, ya sin la presión de los bolsillos secos y la boca con distraídas papilas gustativas.
Los niños llegaban, dejaban mochilas y se iban a trabajar. En pequeños recipientes cilíndricos echaban los lentos y pesados fluidos que salían de los botones de la planta. Una, dos, tres rayas. Varias visitas al mismo surco: exprimir con cuidados de cirujano vascular ese juguete natural, esa hermosa pieza de la amapola, y cortar y cortar y cortar, hasta verla sangrar.
La jornada terminó y las clases reanudaron. El hombre aquel, de sombrero de tres pedradas y voz de mando, soltó a los plebes y le agradeció al maestro, quien contestó un cuando quiera. El fin de semana llegó raudo y los niños pidieron permiso para ir al pueblo más cercano, en el entronque con la carretera estatal.
Entre tiendas, restaurantes, puestos de panes caseros, farmacias, abarrotes y ferreterías, paseaban, miraban, preguntaban, querían: esto, aquello, lo otro. Uno de los mayores se acercó a un señor que comía huevos con machaca y tomaba café. Oiga, don, no trae algo que me venda. Algo como qué, preguntó el adulto. Algo, lo que sea.
Intrigado. El hombre dejó a un lado el tenedor y alejó la taza. A ver, a ver, cómo que lo que sea. Pues qué te traes. El niño metió la mano a la bolsa derecha del pantalón. Un bulto apuñado asomó: dólares y más dólares, brincando, sujetados con una liga, excitados. Y eso, muchacho. Preguntó, espantado. Es que salí de trabajar. E insistió: y no trae una pistola que me venda.

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