Estudiante

 

Era el mejor en su salón de clases. Estaba ahí porque sus padres asumieron el compromiso de darle una buena educación y meterlo en un plantel privado para que cursara la preparatoria. Era una escuela lujosa, de instalaciones deportivas verdes, limpias, edificios nuevos y en buen estado.

Él era brillante como alumno. Una vez que empezó a demostrar de lo que era capaz, los otros jóvenes iniciaron un acercamiento para que los ayudara con las tareas, hicieran trabajos en equipo y los asesorara en exámenes y proyectos escolares que no entendían: ellos andaban en la farándula buchona, los carros deportivos y nuevos, las camisas versach, las troconas y la pólvora, y los teléfonos aifon.

Metido en las tareas, los exámenes, repasar la clase de hoy por si el maestro pregunta mañana, él homenajeaba el esfuerzo que hacían sus padres para pagar la mensualidad, la colegiatura, la inscripción, la cuota, esto y aquello. No los voy a decepcionar, madrecita. Así le decía a su mamá, cuando la veía hacendosa en la cocina, preparando guisos que le habían pedido y pagado por adelantado. Ella volteaba: la frente con goteras, malpeinada en ese trajinar entre sartenes y ollas y tablas para picar verdura, le sonreía tiernamente, ablandaba el rostro, y le respondía yo sé que sí hijo. Lo sé.

A su padre casi no lo veía. De un trabajo se iba a otro. De un cliente brincaba a la oficina de uno nuevo que le había encargado que revisara minuciosamente la contabilidad. Auditorías, declaraciones fiscales, juicios tributarios, recuperación de impuestos y vericuetos evasivos, eran sus chambas. En la mañana, apenas el saludo y ahí nos vemos hijo, échale ganas. Suerte, papá. Y en la noche a los dos les ganaba el cansancio, las ganas de alcanzar la cama y cerrar los ojos para restaurar energías.

Pero la vida tiene celadas, coqueteos, guiños. Las sombras esperan y alcanzan. Fangos que emboscan vestidos de suelo firme. Entró a esas mansiones de mármol y acero, y se subió a los camaros y mercedes y bemedobleu. Le empezaron a gustar las fiestas sin fin, las morras automáticas y con alcancías carmesí: la vida en el carril rápido se hizo más común que las tareas y el estudio. Y aquellos laberintos de altas velocidades lo llevaron a un callejón sin salida.

Antes de que se diera cuenta, aquellos ya traían las armas fajadas y cortaban cartucho. Qué pasa, preguntó. Nada morro, tú no la hagas de pedo. Puro cotorreo. Y cuando pestañearon ya tenían el tiger enfrente y los calibre cincuenta apuntándolos. Eran los del antisecuestros, esos que ordenaban que salieran, que levantaran las manos, que estaban detenidos. Por qué, gritó él. No te hagas pendejo, ustedes fueron los del secuestro.

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