Cuando las balas no duelen

 
 
Desde chiquita dijo que esa mujer iba a ser suya. Su padre era su socio y eso le permitió cercanía con la familia, a quienes apadrinó cuando ese hombre fue asesinado. A la madre le ayudó con los gastos de la casa y a la jovencita le financió la fiesta de quince años: arreglos florales que instauraron el imperio de las rosas rojas, la mejor banda de la región y comida y bebida para triplicar dosis.
Siguió a esa jovencita. Besó sus huellas en la calle terregosa y siguió ese polvo divino, mezcla de perfumes y sudores virginales, sonrisas y miradas de invitación. El día que se lo dijo ella no lo dudó. Al día siguiente un automóvil del año la esperaba estacionado en la acera. Un moño rojo y anchos listones del mismo color en el toldo y el cofre.
Iba por ella a la escuela y la llevaba a comer. Aprendió a sentir su mano, su barbilla, el pelo encerrándolo en ese sueño de vuelos y nubes y olores y sensaciones que no conocía. Él, que había tenido muchas mujeres orquetadas, a sus pies, lamiendo sus botas y sucumbiendo a caprichos de billetera y drogas, estaba ahí, rendido y ofrecido ante esa joven apenas mayor de edad. Su diosa.
Le empezaron a gustar las armas y él le enseñó a jalar el gatillo, sostenerlas con firmeza, abrir las piernas, mirar por la mirilla. La llevó a sus jales y repartieron juntos mota y polvo. Cobraron las ganancias y luego ordenaron poner orden en el desorden que otros, socios o no, habían dejado. Esas manos rojas ya no eran por las rosas de su color preferido. Ese rojo se quedaba, esparcía, se metía en comisuras y poros y fisuras y surcos dérmicos.
Esa tarde las cayeron los guachos. Tenían rodeada la casa y algo le gritaban desde fuera, en sus camionetas artilladas. Él no contestó. Le dijo a ella nos la vamos a jugar, mi reina. Le dio un fusil automático y él tomó otro, armas cortas en la cintura y varios cargadores abastecidos. Salieron en madriza por la puerta lateral y los soldados tras ellos. Él manejando y ella disparando. Dales duro. No dejes de disparar. Ta-ca-ta-ca-ta-ca. Se escuchaba y luego las balas zumbando orejas y cabello.
Se orilló y metió a un camino, entre el frijolar. Parecía que habían logrado perderles el rastro. Entonces la vio herida, a punto de desvanecerse. La tomó en sus brazos y la puso bajo un árbol inmortal, de los que florecen en noviembre. Las flores, blanquizcas, pálidas, caían como hélices, y ella se moría. Él vio sus heridas pero le importaron más las de ella. No te vayas, mi reina.
Lo sacaron de ahí a rastras. Ni la mejor coca cortó su río de lágrimas ni las mejores putas le cerraron las heridas. Abiertas, sangrantes, cubrían ropa y piel, como esas rosas que muchas veces le envió. Ya no le dolían las balas, sino ella. Y ya no estaba.
 

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