Cirugía

La mamá le decía que se operara: todas las amigas en el barrio, las de más allá, las cercanas, con las que se llevaba, lo habían hecho, solo faltaba ella. Era un asunto de estatus, de no trastocar el orden interno, de seguir tejiendo el poderoso hilo del quedar bien, no dejarse apantallar por las otras, reproducir la moda y los estereotipos, dejar que el bisturí y las bolas invadan sus patios traseros y delanteros.
Opérate, niña. Yo te pago la cirugía. Le decía ella no una ni dos veces. Desde que la Jatzimi dejó que su amante el narco metiera las manos bajo su piel y la moldeara a golpes de billetes y joyas y una Cheyenne negra. Ese hombre pagó ochenta mil primero. Los pechos y las nalgas. Las quiso redondas porque así lo ordenó él. Hasta a la Venus de Milo se le caen. Con ella la gravedad se la iba a pelar.
Todos los días era su cantaleta. Letanía de seducción. Su hija la escuchaba y le decía que no. Se amarró en su postura porque no coincidía con eso de traer implantes, de sentir hinchazones ajenas en su cuerpo, menearse y que esas bolas sintéticas, perfectas y sospechosamente firmes, no se movieran ni siquiera un poquito. Le parecía exagerado hacerlo porque sus amigas y allegadas y vecinas lo hacían: porque lucían los vestidos entallados y los escotes con esas palomas tibias y redondas asomándose ufanas por las fronteras de las prendas.
No amá. No. Y ya no insistas. Pero ella traía esa consigna. Destino y forma de vida: estilo,  subir peldaños en los niveles del fachion local, atraer miradas y no quedarse atrás, generar envidias y que la hiel, esa viscosidad amarga, salga de sus comisuras y murmuren las víboras y despertar suspiros y atraer billeteras y saldar deudas y ganar dólares y traer la Silverado roja y ser alguien.
Esa mañana le dijo, anda. Hazle caso a tu madre. Ya hablé con el médico, ya tiene los implantes. Los escogí para ti. Ella no quería andar con esas nalgas industriales. Temía quedar con unas de payaso y que le dijeran ahí va la operada. Pero le prometieron una buena cirugía y un trabajo discreto, muy de ella. Bueno, pues. Será la semana entrante. Y se hizo a la idea.
Llegó la hora. Los análisis preoperatorios habían salido bien. Ella nerviosa. Se talló los cachetes, como para sentirlos. Se miró las tetas en el espejo. Su treintaidós ce la esperaba sobre la cama. Sonrió, se preguntó si era una despedida de su brasier y el hilo de sus calzones que dividía sus modestos hemisferios, y que tanto le gustaban. Llegó al hospital. Clínica privada y de primera. Atención personalizada. Bienvenida, le dijeron. Pásele, por favor. Pero no salió. Le dio un paro cardiaco, una arteria se la tapó. El médico salió y dijo lo siento, no sé qué pasó.
 

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