Aduanal

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Vio que sus hermanos empezaron a trabajar muy jóvenes y él también quiso hacerlo. Cuando cada semana o quince días, cuando regresaban, le daban a su mamá para la comida y lo que se ofreciera en gasto de la casa. Él vio una y otra vez ese ejercicio bondadoso de sus hermanos, que asumían la responsabilidad del padre que no tenían, para que tuvieran alimentos y los más chicos no abandonaran sus estudios.

Yo voy a hacer lo mismo. Voy a trabajar y cooperar con la casa, como mis hermanos. Quería ser como ellos y tenía buenos ejemplos. Como ellos o mejor. Cuando tuvo edad le dijo al mayor que le ayudara a conseguir trabajo. Ya había terminado la preparatoria y quería estudiar leyes. Su hermano le respondió que sí, que terminara la carrera o al menos avanzara, y conservara buenas calificaciones. Yo te voy a conseguir trabajo. Dónde, preguntó. En la aduana, de agente aduanal. Como yo.

Le brillaron los ojos, un poco más grandes por la noticia, y se puso contento. Le echó ganas a las clases y avanzó. Su hermano no dejó de ponerle cuidado. En cuanto pudo se lo anunció: listo, vístete bien, ponte línea, ropa planchada y una camisa lisa, de un solo color pues, bolea los zapatos y córtate el pelo bien cortito. Mañana vamos a mi trabajo, a la aduana, para que empieces a chambear. Se puso loquito y también la ropa formal que debía llevar. Nada tardó para que le dieran el puesto en la frontera, en una garita por la que cruzan personas a pie o en vehículos y camiones, a los yunaites, y de regreso.

Cuando llegó el día de paga, cumplió el ritual de sus hermanos: vació su billetera y le dio una buena parte a su mamá, quien orgullosa suspiró. Él sintió el pecho inflado y también suspiró, contento. Se esmeraba en revisar mercancías. Ahí ponía más cuidado y era riguroso con la aplicación de la ley. Agarraba libros de derecho para mantener su preparación. Debía seguirse esforzando porque debía ser mejor. Leía y leía, hasta que caía vencido por el sueño.

Esa madrugada lo despertó un camión de carga. La manecilla de la báscula se puso inquieta, de un lado a otro. Igual que sus ojos. Salió al frío de las tres aeme y le dijo al conductor que se bajara y que abriera las puertas para revisar la carga. El conductor pujó y le dijo esto tiene que llegar a su destino, jefe. Cuando abrió vio cientos de fusiles automáticos en la oscuridad. Se espantó y le habló al jefe, y éste respondió déjalo pasar. Se fue a los libros y le dijo que era ilegal. Tráfico de armas. Déjalos pasar, le repitió. Así lo hizo, con el horror y la impotencia en esos puños cerrados.

Salió al día siguiente. Subió a su carro viejo y ahí lo sorprendieron a golpes y cachazos. Ande puto, le decían, pa que no la hagas de pedo. Pa que nos dejes pasar.

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