Perlas de Pepe

La Plaza de la Concordia apareció a mediados de los setenta. Tenía ganas de ser en chiquito La Plaza del Sol, ese concepto que se había inventado unos años antes en Guadalajara. Llegó en el momento justo; la ciudad se modernizaba hacia el norte y el Centro Histórico era una especie de Llorona que recorría sus calles con lamento de abandono. La Plaza de la Concordia le infundiría arrestos para convertirse de nuevo en un lugar de atracción.

 

Estaba en la esquina de Belisario Domínguez y Ángel Flores, cada calle tenía su propio acceso. Un edificio antiguo remodelado con rigor en su exterior y a capricho en su interior. Dos plantas. Una escalera que recordaba las películas porfirianas de Joaquín Pardavé, un enorme muro que hipnotizó al pintor Carlos Bueno, que acabó encaramado en andamios, con morros del cerro como ayudantes, para plasmar en él Sol y luna mazatlecos (te amo, más sin embargo…). Un mural muy comentado en la época del que hoy solo queda el recuerdo.

 

Al estilo de su molde original, la plaza estaba sembrada de negocios: boutiques de todo tipo, tiendas de regalos, perfumerías, una casa distribuidora de instrumentos musicales, mueblería y, estratégicamente ubicada al lado de las taquillas de los cines, una excepcional tienda de discos siempre atendida con amabilidad y conocimiento de causa por su propietario, un melómano por los cuatro costados para el que no había secretos en ese mundo de acetatos.

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