Perlas de Pepe

El grito desgarrador que llegó de Mérida hasta Ensenada, como el pilón Eveready, entre anuncios de: ¡Prevéngase! Compre un peso de Mejoral porque mejor mejora Mejoral; Haste, la hora de México, le da la hora exacta; La Azteca, la fábrica que ha dado fama al chocolate en México, que elabora los mejores chocolates del mundo; burbujitas, burbujitas burbujitas de la sal de uvas Picott, cuando alguien tiene mala digestión, al instante burbujita entra en acción; cerveza Superior, la rubia de categoría, la rubia que todos quieren; chocolates Turín, ricos de principio a fin; haga de su casa un hogar con muebles de Lerdo Chiquito, ¡más finos!; Raleigh es el cigarro, todo a través de (ding dong dang dung) XEW, La Voz de la América Latina desde México, no fue para el émulo, ese niño carpintero calcinado, sino para el propio Pepe el Toro, el Silvano, hijo cinematográfico de don Cruz Treviño Martínez y de la Garza, el vagabundo Alberto Medina, que se reía de la vida con Nana Pancha, el Tizoc que le cantaba a María “yo ti quero más que a mis ojos, pero quero más a mis ojos, porque con ellos ti veo”, ese motociclista agente de tránsito que le advierte a su compañero Luis Macías: “Si te vienen a contar cositas malas de mí, manda a todos a volar y diles que yo no fui” y luego, juntos, en sus respectivas Harley, con una carretera por paisaje, hacen un habanero pronóstico del tiempo: “Parece que va a llover, el cielo se está nublando”, para después, con los melodiosos silbidos de toda la corporación, preguntarse: “¿Qué te ha dado esa mujer, que te tiene tan engreído, querido amigo… querido amigo, yo no sé lo que me ha dado”. ¿Y qué del intercambio de diálogos con silbidos entre él y la Chorreada? El inolvidable Amorcito Corazón, que estrenamos en una banca del cine México de La Cruz. Bañados en lágrimas.

Seguro que así le decía su madre Amorcito Corazón, o cuando menos “Amor chiquito, acabado de nacer”, al pequeño Baltazar Martín Cruz, un niño que estuvo por última vez el lunes de la Semana Santa del 57 en el cruce de las calles 54 y 87 sur, de Mérida y que vaya usted a saber no tendría entre sus ambiciones del dominio de la madera, enterarse de su lado amable para cepillarla, de su aroma, de su resistencia, conocer sus nudos y saber tratarlos, adentrarse en las maravillas de sus dones, en sus propiedades, en su flexibilidad y espíritu. Saber, a plena conciencia, que la madera nos permite, por todo lo anterior, moldear la cadera y la grupa de una mujer, también su boca y el mástil indispensable, como lo hizo en el taller de Jerónimo Bustillos, en las lejanas tierras de un Guamúchil desconocido ese copiloto del vuelo 904, tan conocido por todos, que le había cortado de tajo la aspiración de hacer su primera guitarra. Y cantar como aquel copiloto ¿quién me puede desmentir? En Mérida, como en Mazatlán, levantas una piedra y salen músicos, compositores y cantantes.

 

Texto editado del libro Mira esa gente sola, capítulo “Hace cincuenta y cinco años murieron dos infantes”.

 

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