´Con una granada en la boca´: el nuevo libro de Javier Valdez

JAVIER VALDEZ. Granadas en su tinta.
El narcotráfico, uno de los fenómenos más complejos que laceran hoy día la vida del país, impactando de múltiples formas sus estructuras, su economía, su cultura, su tejido social, muestra a través del ser humano infinidad de rostros que sufren, ríen y lloran “en medio de un teatro cruel de balaceras, parajes abandonados y amargas sonrisas del crimen organizado”. Estos rostros son retratados por la singular pluma de Javier Valdez Cárdenas en su nuevo libro Con una granada en la boca, que en los próximos días saldrá a la venta, editado por Aguilar .Con la autorización de la casa editora, ofrecemos a nuestros lectores Chat, el texto con que arranca esta nueva aventura de uno de los fundadores de Ríodoce.
Para Carlos los vidrios bajo sus pies tienen un amargo significado: calzados o desnudos, ese crujir, esa sensación de que todo se esparce, quiebra, desmorona, es como abrir y ensanchar heridas sempiternas.
Guadalupe, su tío, tenía un Vocho que pocas veces usaba. Trabajaba como auditor en el gobierno del estado, en Culiacán, pero vivía en Navolato, a unos cuarenta kilómetros de la capital sinaloense .Ahí conocía el barrio, la ciudad, sus habitantes, los pormenores más nimios, rutinarios de un pueblo que todavía reniega del asfalto y tiene nostalgia del polvo.
Esa noche, como todas, recogería a su hija, empleada de un negocio de computación .Va a pie. Algunos parientes viven cerca de su casa y uno de ellos lo saluda, a pocos metros. Mueve la mano sobre su cabeza para decir hola y adiós. Media sonrisa.
Carlos está frente a la tele que anuncia uno de los primeros capítulos de la serie La reina del sur. Le interesa el tema porque le gusta Arturo Pérez Reverte, autor de la novela, pero más la actriz mexicana Kate del Castillo. Es el 5 de abril de 2011 y afuera, en las calles de esa ciudad y de casi todo el estado, la guerra entre las organizaciones, que antes eran una sola, estalló: Chapo o Beltrán Leyva, Mayo o Mochomo, los Guzmán o el Barbas.
Esas divisiones han abierto una zanja inmedible llena de cadáveres y sangre. O estás con Joaquín Guzmán Loera, el Chapo, e Ismael Zambada García, el Mayo, jefes del cártel de Sinaloa, o con el Mochomo o el Barbas, apodos de Alfredo y Arturo, los hermanos Beltrán Leyva. Antes, compadres, amigos, parientes, vecinos. Ahora, todo eso quedó en el recuerdo, bajo una inamovible lápida de mármol. Hoy son enemigos y la sangre derramada de ambos lados no se borra.
En 2008, año de la fractura, hubo alrededor de dos mil 200 muertos. La cifra casi se repite en 2009, y en los dos años siguientes baja un poco pero ronda los dos mil asesinatos, casi todos con fusiles de asalto y armas de alto poder; matanzas y decapitaciones: piel contra piel, orificios, cabezas, manos, ojos que en medio de la tortura y antes de irse te lo cuentan todo.
El carro de Guadalupe, de 65 años, lo trae su yerno. Dicen en los subterráneos a ras de la banqueta que ese joven pariente suyo es oreja y ponededos —soplón, balcón— del grupo de Guzmán Loera. Nadie lo confirma. Pero el viento lleva y trae esta versión. Y en algún punto de la trayectoria iniciada a pie, el yerno le ofrece raid en el Vocho que Guadalupe rara vez usaba en Navolato.
Alrededor de las diecinueve horas se escuchan disparos. Todos se tiran al suelo en casa de Carlos. Se oyen muy cerca. Luego una ráfaga larga que demuestra no se trata de pirotecnia sino de un Cuerno de chivo que vomita implacables andanadas de fue­
go. Balazos, grita él frente a la tele. Como pueden se llevan a la abuelita, que estaba muy cerca de él, a la recámara .Todos siguen pecho tierra, él bajo el mueble de la tele. Toma el teléfono y avisa: hay balazos, qué pasa.
Navolato es tierra de los Carrillo Fuentes, del cártel de Juárez. Aquí nacieron la mayoría de quienes integran esta organización —fundada por el extinto capo Amado Carrillo, el Señor de los Cielos, muerto durante una cirugía en julio de 1997 en la Ciudad de México—, y aquí viven sus hermanas, algunos hermanos y su madre, doña Aurora, en El Guamuchilito, muy cerca de esta cabecera municipal. Navolato está empleitado. Los Carrillo se aliaron con los Beltrán Leyva y ahora disputan el negocio de la droga a Guzmán y a Zambada. Navolato es ruta hacia el mar, pero también es emblemático. Los Carrillo parecen decir: “No me van a quitar mi casa.” Aunque en ocasiones parece que ya no les pertenece, pues esa organización criminal pone la mayoría de los muertos.
Es tu hermano
Los balazos cesan. Es un silencio que pesa y cae y se estrella. Lo rompen el chirriar de unas llantas y los ruidosos motores de esos automóviles en que huyen los homicidas, más por demostrar su poder que por temor a que los atrapen. Carlos se levanta y lo mismo hacen otros parientes. La abuela y ellos están bien. La gente empieza a salir, a asomarse. Recorren despacio la calle secuestrada por los homicidas, esperando no toparse con ellos. Quieren ver qué pasó, saber del muerto o los muertos, si los hubo.
Siete minutos bastaron. Un señor que conoce a la familia se acerca a la casa de Carlos. Sale un tío. Le dicen, con palabras atropelladas, que es su hermano. “Mi hermano”. “Sí, sí, tu hermano.”
Y no reacciona .Otros se dan cuenta y salen corriendo, pero Carlos camina despacio. Anda en chor y descalzo. No le gusta andar así en la calle pero esa noche la ciudad, los disparos, esa escena, lo asaltaron. Todos se le quedan viendo. Parecen abrirle paso: las siluetas que apenas distingue se apartan y hacen valla para que pase.
Llegó hasta el Vocho lleno de orificios, con carrocería estallada, igual que los cristales de todas las ventanas. Vio dos cadáveres dentro: su tío y el yerno de éste.
“Mi tío estaba recostado. Parecía dormido, tranquilo, en paz. Sin sufrimiento. Yo lo había visto así muchas veces, cuando leía el periódico y se dormía entre sus páginas, ponía sus lentes y sus manos entrelazadas en la panza y estaba tan a gusto que ni roncaba. Plácido, en paz. Me acuerdo que pisé todos los vidrios, que sonaban conforme daba cada paso. Pero no me cortaron .Yo sólo escuchaba el sonido bajo mis pies”, recordó Carlos.
Los testigos
Los que vieron todo cuentan que los homicidas les cerraron el paso con otro vehículo, que eran al menos dos y les dispararon a corta distancia: los balazos fueron directos al pecho y la cabeza, pero también alcanzaron sus brazos. Uno de los homicidas se acercó del lado del copiloto y pareció no reconocer al occiso. El otro fue hacia el conductor. Quebró el cristal de la ventana y reconoció al que iba al volante. “Éste es”, dijo. Habían cumplido su misión. Eran, de acuerdo con versiones cercanas a las indagatorias, pistoleros de los Carrillo Fuentes.
Y se puso a llorar
Lo más difícil para Carlos, que era el más entero en esa escena criminal, de pérdida y ausencias, fue avisar. Llamar a tías y tíos. Decirle a su mamá. En esas conversaciones telefónicas se repitieron las reacciones y las palabras. Escuchó varios “No puede ser”, varios “No”, a secas.
“Fueron unos ‘No’ huecos. Se pronuncian pero no significan nada. Sólo se dicen en esas ocasiones .Y la gente anuncia que va a empezar a llorar, a negarlo, sí, pero a llorar. A gritar”, manifestó.
Hizo lo mismo con una de sus tías que tiene diabetes. Pero con ella tuvo cierto cuidado. No le dijo que estaba muerto y mucho menos que le habían disparado balas de fusiles automáticos. Nada más le contó que su tío Guadalupe había sufrido un accidente, no tenía detalles pero estaba muy mal. Y que tal vez…
Colgó y luego habló con su madre, que estaba fuera de la ciudad y, entonces, se puso a llorar. También a él “le cayó el veinte” pero había asumido la responsabilidad de avisar, de hacerlo con tranquilidad y entereza, con voz serena y tono de autoridad. Mi tío está muerto. Mataron a mi tío, repitió.
“Eso fue lo más difícil para mí. Avisarle a mi amá, a mi tía que tiene diabetes, la mayor. Ésas son las más grandes cicatrices: los llantos de mis parientes, de mis hermanos, de mi amá.”
Son sonidos indelebles que permanecen en la oquedad de su vida, de ese día, de su familia: las ráfagas, esos llantos, las palabras que anuncian y desnudan y pegan como martillazos en la nuca, como una ola de mar en las rocas. Ese estruendo sí tiene peso y está en la piel, dentro.
libro granada
El pin
Después de usar su Blackberry para avisar que había una balacera cerca de su casa, empezaron a llegar mensajes y otras llamadas que no atendió. Cuando pudo, tomó el teléfono y avisó que habían matado a su tío Guadalupe. Todos empezaron a darle el pésame, a preguntarle qué había pasado y expresarle su solidaridad. En esos diálogos supo quién había sido el ejecutor. Vecino de la infancia, hoy sicario.
—¿Qué onda?, le preguntó Carlos. Era un pin, una especie de chat por teléfono celular.
El otro no contestó.
Al rato, muchos minutos después, respondió con un descorazonado: Qué onda.
—Mataron a mi tío, volvió a escribir Carlos.
—De qué hablas güey.
—Se pasaron de lanza. Fue mi tío.
—Pues es trabajo.
—Sí, pero no supiste a quién te llevaste. A mi tío. Nada qué ver. Sé que otros andan en eso, y pues a eso se atienen. Pero mi tío.
—No sabía.
—Ojalá que ese “No sabía” no te lleve a gente que sí puede responder. Yo qué. Yo no te voy a responder.
Y lo borró del chat. Contacto eliminado.
Cinco minutos después el sicario le mandó un mensaje de texto SMS, también por teléfono celular.
—Ey güey, por qué me borraste del chat. Qué rollo.
En el lugar, por la avenida Almada, siempre hay una o dos veladoras encendidas. Las ponen los hijos para recordar a Guadalupe y a su yerno. La nota publicada en la página de Internet El blog del narco, recogida de lo que apareció en las secciones policiacas de los diarios locales, cuenta que la noche de ese martes oscuro fueron asesinadas dos personas que iban en un Volkswagen. Fue frente a las oficinas del Partido Acción Nacional (PAN). Da los nombres pero aquí no pueden manejarse completos. Ni otros datos.
Por aquí pasa todos los días Carlos. Ve las velas y esa llama que parece resistir los embates del viento. Pasa vestido y calzado. Pero levita. Parece sentir de nuevo lo de ese día, cuando descubrió a su tío como dormido, envuelto en manchas rojas, apacible. Entonces de nuevo siente los vidrios bajo sus pies. Oye el crujir. Recuerda que no sangraron a pesar de los cientos, miles de filos. Pero a él le vuelve a doler. Se pone triste. Y sangra.

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