Juan Gelman de carne y hueso… y un cigarrillo

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Por lo regular siempre considero bienvenidas las sugerencias de temas que me llegan desde la dirección de Ríodoce. Las cumplo con gusto, aunque el resultado no siempre corresponde a las expectativas, como cuando muere Chavela Vargas y mi texto no estuvo lleno de moquientas palabras por la irreparable pérdida de la artista, sino un enorme signo de admiración sobre su calidad. Yo no tenía la culpa de que Sabina y Almodóvar la hubieran sacado del olvido y puesto de moda entre un sector progresista,  pero con mal gusto musical, como quien me hizo la sugerencia.
No son una constante, pueden pasar meses sin recibir una, lo cual pone en relieve la libertad que me ofrecen, pero cuando  llega una siento el compromiso de tomarla, aunque a fin de cuentas acabe haciendo una cosa muy diferente a la que se pensaba haría. Insisto, casi nunca me resultan incómodas y, en este caso el “casi” se reduce a una que me hizo Ismael Bojórquez en marzo del año pasado: se presentaba Juan Gelman en la inauguración de Felimaz, en la cancha de basket de la UAS en la Zona Sur y me pedía que fuera a sacarle una entrevista. Hacía unos días el humo blanco había revelado que su paisano Jorge Mario Bergoglio era el nuevo Papa Francisco.
—Es el tema— me dijo picándome la cresta para que me entusiasmara la idea de escuchar de viva voz de Juan Gelman las atrocidades de la dictadura que solapó Bergoglio cuando fue Obispo de Buenos Aires, en 1976.
—No creo ir –le dije y me pidió que le hiciera la lucha.
Tenía mis motivos contundentes para no asistir a esa inauguración —la herida de Feliart estaba tan abierta como hasta la fecha—, aunque me perdiera la oportunidad de conversar con ese hombre todo poesía,  sencillez, bonhomía y un permanente cigarrillo entre los dedos, que había visto como “Premio Juan Rulfo” en la FIL de Guadalajara en 1997, cuando aun se nos permitía fumar en espacios cerrados sin cargo de conciencia por estar asesinando al vecino. Entonces, no fui.
La tarde siguiente de nuevo la llamada con el mismo asunto. Ismael se me presentaba en su insistencia como un cabrón periodista que quiere la noticia, sin importarle los problemas sentimentales que despierta a quien se la pide. Le explique mis motivos contundentes y la sugerencia perdió su naturaleza para convertirse en orden, y esa tarde de sábado fui un niño renegón que iba a la primaria con la esperanza de que el profe no hubiera acudido por enfermedad. En el caso, que Gelman se hubiera tenido que ir de emergencia.
Atestigüé la presentación del libro del poeta José Ángel Leyva que hicieron Ernesto Hernández Norzagaray y el propio Juan Gelman, con el que fui presentado. Seguía en el programa un homenaje a Dámaso Murúa, pero con la ausencia del autor de El Güilo Mentiras, representado por su hijo, por lo que busqué la salida para fumar en la noche tibia. Otro impaciente por la dosis de nicotina fue el mismísimo ganador del “Premio Cervantes”, en 2007, que llegó a pedirme fuego para encender su Benson & Hedges.
—Mis favoritos son los Lucky Strike, pero aquí no los he conseguido.
Y empezamos a hablar pestes de las medidas discriminatorias que se toman contra las pobres mayorías a las que pertenecíamos. Sus ocurrencias sobre el asunto de los escondites que buscamos los fumadores para no abdicar eran una maravilla de ingenio y cuando estuve a un tris de cometer la imprudencia de decirle que me recordaba a Menotti, alguien nos interrumpió para decirnos que nos veía contentos hablando de literatura. Intercambiamos miradas cómplices y se me olvidó lo de Menotti, que hizo campeón  a Argentina en la Copa del Mundo 1976, con Videla fascinado y el pueblo enajenado ante la necesidad de un motivo para ser feliz. Cuando la persona volvió a dejarnos solos recordé ante quien estaba: un hombre de exilio, de lucha, de profundas penas, un poeta de voz firme al que iba a hacerle una entrevista sobre un tema en particular:
—¿Qué piensas de tu paisano Papa?
—Bergoglio —reflexionó ofreciendo una sonrisa de medio lado que revelaba un dolor añejo—, él era obispo de Buenos Aires en 1976, cuando inicié mi lucha por localizar a mis hijos Nora y Marcelo, y a mi nuera María Claudia, desaparecidos en la dictadura del monstruo Jorge Videla. Lo busqué para enterarlo del caso. Como un acto de fe. Uno recurre a cualquier cosa en esos momentos, pero para él no existían los desaparecidos. Invención mía, paranoia. Como los secuestros a plena luz del día, fusilamientos al por mayor que la prensa consignaba como productos de levantamientos, cuando la guerrilla en Argentina ya había sido aniquilada y la izquierda perseguida, atrocidades silenciadas, funcionarios que simpatizaban con la disidencia asesinados de inmediato; un país sumido en un silencio de complicidad, de miedo, desde antes de la dictadura de Videla, que  había llegado vestida de civil con María Eva Duarte de Perón. Jesuitas progresistas fueron asesinados, sin que Bergoglio asumiera una actitud de indignación, lo mismo monjas catequizadoras, y nadie decía nada. El país vivía un derramamiento de sangre que, según ellos, era necesario para la purificación del pueblo. Sangre había que regar para que el país aspirara a la gloria. Te diré que  había capellanes en los cuarteles que calmaban los cargos de conciencia de los muchachos soldados encargados de atemorizar, asesinar, lanzar jóvenes por montones desde un helicóptero al mar. Los aleccionaban diciéndoles que estaban haciendo un bien a su patria, a su iglesia, que no flaquearan, que eran muy necesarios para el bien común ¿me entiendes?
Aquella sugerencia que luego fue necedad para acabar convertida en orden, me permitió la cercanía con un ser de extraordinaria sabiduría y sencillez, que aquella tibia noche, ya en la Machado, cigarrillo entre los dedos, se maravillaba con la belleza de la mujer mazatleca y nos decía,  con un guiño para Ernesto, con quien había cenado la noche anterior:
—Esa es la razón número uno para amar a Mazatlán.

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