Las hijas de Abril

 

 hijas

La puerta de la habitación queda a un lado de la cocina, lo suficientemente cerca para que, mientras Clara (Joanna Larequi) prepare comida, escuche cada uno de los gemidos y gritos de Valeria (Ana Valeria Becerril), a quien los siete meses de embarazo no le impiden tener sexo con Mateo (Enrique Arrizon), su novio y papá de la niña que espera. Tampoco son un problema en las fiestas, para, si le permiten, tomarse un trago de alcohol.

Sin que Valeria lo sepa, Clara le llama a su mamá Abril (Emma Suárez), le dice del embarazo de la hermana y le pide que regrese y le ayude con la chica. La señora llega a Puerto Vallarta y, contrario a lo que pensaban, no se molesta y está dispuesta a colaborar en el nacimiento de su nieta.

Ante la negativa del padre de Valeria a ayudarla, el rechazo de los padres de Mateo a que forme una familia y el pretexto de que los neófitos papás no tienen edad suficiente para criar, la abuela toma decisiones que no le corresponden y, a escondidas, da en adopción a la bebé. Cuando se entera, Valeria le reclama, la golpea y le deja de hablar. Mateo llora, quiere acompañar a su novia en el duelo, pero ella no se lo permite. Clara no dice nada: es evidente que sabe más de la cuenta.

Abril se va y, a los días, también Mateo desaparece. La visita de un joven que necesita tomar fotos del interior de la casa, ahora en venta, alerta a Valeria de que las cosas están peor de lo que pensaba. Es hora de buscar y enfrentar a Abril.

Lo que inició como una historia sencilla, cotidiana, que parecía no ir muy lejos, terminó siendo un verdadero drama sin “rosas” ni “vientos”. Las hijas de Abril (México/2017), dirigida, escrita, editada y producida por Michel Franco, es una cinta de las diferentes maneras de ser mamá, de adolescentes inexpertos, de envidia por los años que se fueron, la familia que no se pudo tener y el amor que se acabó, y de la inevitable soledad como consecuencias de ser perverso.

Llaman la atención la indiferencia, apatía, amargura y silencio —¿complicidad?— de Larequi, como Clara, a quien, sin importar qué pase, su expresión es la misma;  el entusiasmo de Arrizon, como Mateo, al convertirse en papá, el amor a su novia y sus ganas de formar una familia, aun sin el apoyo de sus padres, y su creíble transformación una vez que su suegra lo utiliza; la inexperiencia de Becerril como una chica de 17 años que sigue con excesos a pesar de su embarazo, pero que ya de mamá es capaz de todo con tal de que no la separen de su hija, así tenga que pasar por encima de su misma progenitora.

Mención aparte merece Suárez, como esa madre ausente e innecesaria; exesposa a la que no se le permite, ni siquiera, una conversación, mucho menos la invitación a pasar a la casa; abuela que pretende ser cariñosa, amorosa y protectora de una nieta a la que termina alejando de su mamá y de ella misma; suegra amistosa, cooperativa que usa toda su perversidad para enredar a su yerno, hacerlo cómplice, llevarlo a sentirse culpable y a que vaya de una relación y un objetivo a otro, radicalmente.

Ganadora del premio del jurado de Una Cierta Mirada en Cannes, con sus tomas largas y contemplativas, Las hijas de Abril es el cine que debe hacerse y verse en México. No se la pierda… bajo su propia responsabilidad, como siempre.

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