La boda de Valentina

 

Una de las quejas de algunos latinos y/o mexicanos que se dedican a la actuación e intentan ejercerla en Estados Unidos es que los papeles que consiguen nos los convencen porque, por lo regular, son de indocumentados, personas que solo desempeñan trabajos como de jardinería, limpieza doméstica, construcción y no los equiparan al mismo nivel que a los nativos de aquel país: los de acá son menores y los de allá superiores.

A algunos mexicanos no les gusta que los extranjeros los identifiquen en base a esa imagen que se tiene del país, en la que solo hay charros, mariachis y tequila. Es cierto, acá no solo existe eso, pero lo curioso es que, cuando se tiene la oportunidad de mostrar otros aspectos de la cultura más acordes con la realidad, se termine haciendo lo mismo de lo que, se supone, a la gente del suelo azteca no le agrada.

La boda de Valentina (México/2018), dirigida por Marco Polo Constandse, escrita por Santiago Limón e Issa López, basados en una idea de Beto Gómez, es un cúmulo de clichés, lugares comunes, estereotipos acerca de México y su gente, que parecieran más un promocional del país, a una cinta con el objetivo de contar una historia de amor. No es que estén bien o mal el tequila, la lucha libre, los camotes, los políticos corruptos… sino que son, por demás, repetitivos e innecesarios, en un momento en el que se puede decir algo diferente.

Alejada de su familia porque no está de acuerdo en cómo vive, Valentina (Marimar Vega) radica en Nueva York, donde trabaja para la fundación que pertenece a Melanie (Kate Vernon), la mamá de su novio Jason (Ryan Carnes), con el que muy pronto se casará.

El inconveniente es que la chava tiene que regresar a México a divorciarse, luego de que su papá, un candidato a presidente de la República, para ocultar los malos manejos de sus finanzas, la casa con Ángel (Omar Chaparro), su ex novio y dirigente de una organización que apoya a personas de bajos recursos.

Ya en su tierra, la chica se ve envuelta entre el cortejo de su ex novio, los celos de su pareja, los preparativos de la boda, las excentricidades de su familia y los chismes, acusaciones y amenazas de un comentarista, por lo que tendrá que tomar decisiones importantes acerca de cómo, dónde y con quién desea vivir.

Está por demás decir que la historia es demasiado predecible: las expectativas que el público se hace, las resuelve de inmediato, por lo que nada es emocionante y desde el inicio se sabe en qué terminará todo.

En realidad, ninguno destaca por su actuación. Si bien hay quienes se esfuerzan y cumplen medianamente —Vega y Carnes— otros, por más que estudiaron sus líneas, es mejor que se dediquen a otra cosa —Chaparro, Moussier. Es una lástima que María Rojo haya aceptado participar de esa forma, cuando ha alcanzado interpretaciones realmente buenas.

Estoy de acuerdo en que se apoye al cine mexicano, que se acuda a las salas con la misma regularidad con la que se va a ver una cinta de cualquier otro lado, pero los directores de este país deben apostar por tramas originales, más arriesgadas, divertidas, sin descuidar la taquilla, si gustan, pero no por ser historias sencillas, tienen que ser malas. Vaya a verla… bajo su propia responsabilidad, como siempre.

Artículo publicado el 25 de febrero de 2018 en la edición 787 del semanario Ríodoce.

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