Un kaibil no se raja. No se arredra ni se echa para atrás. Un kaibil es cabrón. No se vence. No se deja vencer.
Así se lo decían en los entrenamientos, en Guatemala. Allá permaneció para formar parte de esa elite en el Ejército y traerse todos los conocimientos a México, luego de haber sido enviado por los jefes.
Los entrenaron en el manejo de armas, combate a la guerrilla, sobrevivencia en la selva, el desierto, bajo la lluvia o el frío. Al filo del choc por las bajas temperaturas. Tembloroso, ardiendo de calentura, sediento, acorralado entre las balas, en medio de la densa selva, acosado por el enemigo, serpenteando las trampas, las fieras, los explosivos.
Ese era él. Y se erguía, como si trajera una estatua en el pecho, el cuello, la cabeza y el dorso: soy kaibil, soldado kaibil, a la orden.
Sus manos eran pinzas perras. El pecho hinchado y los brazos como campanas siempre doblando. Esa mirada segura y a la vez desconfiada. Siempre mirando algo más, esculcando más allá, inquieto, aguardando, expectante.
Sus piernas un compás firme y abierto, recto y sólido. Los brazos de alambres de acero, de varillas recocidas, taladro industrial, retroexcavadora y trilladora.
Decía que se necesitaban veinte soldados para matarlo. Y los retaba, Qué cabrones, qué. Lo que quieran. Y todos se le abrían. Todos menos ese policía fanfarrón que le contestó, Tú eres soldado pero yo tengo güevos.
Le respondió, Tú no tienes güevos, tienes pistola. Te levantas y te miras en el espejo, posas para la foto, para que se te vea, ahí, bajo el cinto, en la funda, y te crees muy chingón porque traes esa cuarenta y cinco. Yo te digo que vales madre.
El agente lo retó. Está bien, le dijo el soldado. Pero vas a hacer lo que yo te diga. Lo mismo que yo haga, tú lo vas a hacer. Sale.
Se paró. Empezó a correr y atravesó el ventanal que tenía enfrente. Se cortó las piernas, los brazos, la cara, el abdomen. Pero se mantuvo en pie. Tú sigues. Y el otro se acobardó. Lo amenazó: Te corto los güevos, entonces. O te mato. No respondió. Sacó la pistola pero no hizo nada. Ya ves, te dije. Y el otro se puso a llorar.
Enfadado de la milicia, la selva del sureste y los plantíos de mariguana en el norte, decidió emigrar: salió del Ejército y le entró al narco. Sabía pilotear helicópteros y aviones. Y eso hizo.
Estaba bien metido. Pronto hizo fama. Y dinero. Incólume y erecto. Orgulloso y contento.
Inquebrantable hasta que aquello lo quebró: le molestaba una bola, un dolor en la panza. Lo revisaron varias veces, distintos médicos. Todos le ratificaron, incluso en los hospitales más prestigiados: cáncer terminal.
No, no puede ser. Como que quiso derrumbarse pero no se lo permitió. El médico le sugirió, Si tienes familia pásatela con ellos. Tienes dos, tres meses.
Se le cayó el orgullo. Se le frunció la frente y el pelo transitó a sombrío. Y sombría su mirada. A los dos meses estaba flaco, flaco. No era él, eran sus restos. Y sufría.
Sus amigos dejaron de visitarlo porque a todos, uno a uno, les dijo: Ei, cabrón, eres mi amigo, y él solo se contestaba, Claro que eres mi amigo, y por los amigos uno hace todo, así que quiero que hagas algo por mí.
Y seguía, Sin súplicas ni llantos. Disfrazó con su voz fuerte, dominante, una entereza que en el cuerpo no tenía, que ni sus manos ni esos ojos tenues conseguían.
Ándale, cabrón. Si tienes güevos, si eres mi amigo, si me quieres, hazme un favor, uno solo.
Pásame la pistola.
Artículo publicado el 27 de octubre de 2024 en la edición 1135 del semanario Ríodoce.