No se sabe si ha mandado matar. No se duda. Es hijo de un capo pesado, de esos que hicieron historia entre el viento plomizo de las balas. De esos que ya no están y siguen siendo recordados.
Su trabajo, sin pretensiones de figurar, consiste en mover, transportar: vía aérea, en esas avionetas furtivas y etéreas, droga de todo tipo. Y tiene su flota de naves, viejas y nuevas, todas ellas en condiciones óptimas.
Y cuenta con un equipo de trabajo. Son jóvenes técnicos, pilotos, cargadores, mandaderos, sicarios, choferes, punteros, operadores, proveedores, clientes, contactos. Una red tejida fina y meticulosamente. En el barrio, la colonia, todos quieren ser sus empleados, lo admiran. Es un ídolo. Paradigma de capo bueno.
Ya no hay de esos, dice María. La dama tiene tres hijos. También tenía un marido. Para ella, ese capo es un hombre ejemplar, de esos que todavía conviven con la gente y se preocupan por sus problemas. Los otros, asegura, son asesinos. No se le mojan los ojos.
Los trae así, siempre. Desde aquella vez. Usted debería verlo: cuando llega, aquí a la calle, es como si empezara una fiesta, o si alguien cumpliera años o si hubiera motivo para salir a la calle, poner sillas y mesas, colgar arreglos, traer la banda o los chirrines, esos que tocan música norteña, e instalar la piñata.
Pero lo mejor, oiga, lo mejor, es cómo lo ven los niños. Y cómo los trata: los niños se le cuelgan al hombro, se le suben por la espalda, atan sus manos a sus pies, se le pegan como chinches, como güinas en piel perruna, le hacen bromas y le jalan los cabellos.
Y con los bebés. Él es un hombre tierno. Los abraza, les hace cariños y bromas, juega con ellos. Casi siempre, por no decir siempre, les trae regalos, y no hablo solo de pañaleras o portabebés, también juguetes, cobijas, ropa. Ya ve que la ropa de bebé es muy cara.
Su esposo era piloto. Era. Todos ahí quieren serlo: estar frente a la consola llena de botones de todos colores, las agujas que se mueven, las hélices, maniobrar para levantar la nave, planear, ver todo desde arriba, los hombres como hormigas, y aterrizar.
Lo mejor es la lana. Porque el hombre paga bien. Es generoso en todo, hasta en amores. En regar semilla líquida en las entrepiernas que se cruzan en su camino, que gustan de posarse en la piel de los asientos de sus automóviles.
Al esposo de María le fue bien. Hasta que murió, allá, arriba, entre los pinos y los cerros. La avioneta falló y nadie sabe por qué. De repente se vino a pique. Pidió auxilio pero fue igual. Cuando llegaron ya estaba muerto. Él y los demás.
Le iba bien, de verdad. Y cuando me enteré que estaba muerto pues me puse a chillar. Me dolió porque era mi marido, el papá de mis hijos. Y cuando me calmé lo que pensé es ahora de qué vamos a vivir, con qué vamos a comer.
El señor pagó los funerales. Yo me quedé con los ojos hinchados, triste. Hasta que llegó el día 15. Y desde entonces él me paga el salario, como si mi esposo siguiera trabajando.
Artículo publicado el 25 de agosto de 2024 en la edición 1126 del semanario Ríodoce.