Juan Esmerio
Patria de los Ciervos. Mazatlán también pudo llamarse El Planeta de las Ostras, no en lengua originaria sino en español, en el lenguaje de la literatura.
Las ostras de roca abundaban en el litoral: del cerro del Crestón hasta punta de Los Cerritos, al norte, y más allá: de Mármol a Barras de Piaxtla y hasta las costas occidentales del mar de Cortés, donde se incubaban los ejemplares más robustos y longevos. Esas ostras lechosas tenían un sabor de carne añeja. También hay ostras de concha frágil en los manglares del estero de la Sirena.
Manuel de Ocio pateó una ostra en una playa de Baja. Fue durante una caminata del conquistador español, e iba distraído. La concha, que en apariencia estaba vacía, hizo ruido: estaba preñada con una perla grande de un buen oriente. Enseguida floreció una industria. Pero la cosecha de perlas terminó en el siglo diecinueve.
Las crónicas antiguas cuentan cómo los hombres que vivían de la pesca, los líderes que alimentaban a la tribu, los buzos de torso desnudo y piel curtida, usaban una vara de palo fierro para extraer ostras, en un tiempo en que debieron vararse durante la bajamar entre las rocas de la orilla. Aunque también las buceaban más allá. Eso fue antes de la llegada del acero.
Qué ganas de llamar ébano al palo fierro, qué ganas de traer al trópico un árbol de la sabana de África; son árboles que se parecen. Lo mismo me sucede con la amapa, parecida en la belleza de las flores a la jacaranda. Pero he agotado mis licencias lingüísticas al usar la palabra ostra en lugar del otro nombre más generalizado.
Hubo en Mazatlán una empresa que trabajó el hierro: la Fundición de Sinaloa. Obra suya, entre otras creaciones, es la herrería de las ventanas de las casas del Centro Histórico y de ciertos mecanismos del proscenio del teatro Rubio. En el catálogo que Sergio López conserva de la fundición, no hay registro de que hayan hecho cuchillos. Es natural: fabricar cuchillos implica disponer de otro tipo de técnica.
¿Entonces dónde se hace el cuchillo para abrir ostras, esas costras duras de carne blanda que produce el roquerío submarino del Pacífico norte mexicano? ¿Quiénes hacen esos cuchillos propios de cargador?
Se forjan en la montaña, en Concordia, y son obra de tres generaciones de herreros que viven al pie del yunque. Hay dos productos que esta fragua ha aportado a la cubertería —y gastronomía mexicana—: los cuchillos para abrir ostras y las cucharas para desprender la carne del coco.
En la rama paterna de mi familia hubo abasteros y curtidores (durante el porfiriato exportaban pieles a Europa). Quizá por eso el cuchillo me atrae y lo he amado desde siempre; su diseño es sencillo: no hay una división entre la hoja y la empuñadura; está hecho como los buenos amigos: de una sola pieza; recuerda a los primeros ejemplares de su tipo en la edad del hierro.
Hay cuchillos japoneses cuyo filo es garantizado por sus creadores hasta el final de los tiempos. Con los cuchillos ostreros es lo contrario: su carencia de filo también es para siempre. A una casa cuchillera inglesa (McQueen & Son of Newcastle, por ejemplo) le desagradaría el óxido perene de su hoja. A los marisqueros que lo blanden y a los comensales que se alimentan de ostras y almejas su color negro parece no importarles. Lo mismo sucede con la carne de coco que es despegada con una cuchara cuyo color contrasta con la blancura de la pulpa.
Cuando comí ostras en París me sorprendió la discreción y la delicadeza del cuchillo. Pedí pulsarlo, y mi amable anfitrión accedió a mi deseo; también él, lo mismo que los marisqueros del trópico, despachaba en la banqueta, y el ayudante era su hijo pequeño.
Esas ostras no requieren de un cuchillo de uso rudo: son las mismas que nosotros llamamos ostras de placer. Las comí, ay, sin limón y en seco, y no pregunté si venían del Atlántico o del Mediterráneo. En ese viaje todo me sabía dulce. Recordé a Ernest Hemingway, que se las bajaba con vino blanco, siempre y cuando lo invitaran.
Encuentro natural el deseo humano de aspirar a la belleza. En el caso de la hechura de este cuchillo significaría una revolución en nuestros herreros. Los cuchillos se tendrían que hacer con acero inoxidable, lo que aumentaría su precio. (Los cuchillos que conocemos tienen un precio popular porque se fabrican con acero reciclado: salen de las muelles de las camionetas). Entonces se necesitaría una gran forja y acero de calidad. El principal freno está en el objeto mismo: su producción y consumo serían limitados: los cuchillos duran lo que una joya hecha por Hefesto: siglos. Su espíritu utilitario es antiguo como la cabeza de un hacha cretense.
Abrir ostras puede resultar absurdo: en Culiacán un hombre se auxiliaba de unas pinzas para abrir camino a un cuchillo delgado. Asimismo, un marisquero puntilloso había lijado el cuchillo hasta encontrar el color original del acero. Los buzos son diestros en mondar ostras, y usan además un hacha de filos opuestos, otro invento de los herreros de casa.
En la antigüedad se ligó a las ostras con el placer, la belleza y el hermafroditismo (las ostras lo son). Venus nació en ese lecho privilegiado, creada por Sandro Botticelli. Una belleza que en nombre del placer es maltrecha por una tosca herramienta. Incluso en ese momento las valvas astillándose hacen una música nacarada.
Quizá la nueva generación de herreros consiga que, en el plano de la estética, sus cuchillos trasciendan. Imagino su firma estampada en la hoja, quizás un apellido de ascendencia vasca de los que abundan en los márgenes del río Presidio. Que así sea. El barroquismo de la pulpa estaría balanceado con un cuchillo del color del acero pulcro. Y podríamos ver sus destellos mientras el atento marisquero destapa una ración de ostras que vamos a beber directo de la concha y rociadas de salsa y limón.
Artículo publicado el 14 de julio de 2024 en la edición número 02 del suplemento cultural Barco de Papel.