Malayerba: Muerte por teléfono

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Nadie en el pueblo podía responderse: por qué mataron a Juanito, si no se metía con nadie, si era una persona muy tranquila y con todo mundo se llevaba bien. Por qué. Se preguntaban y les dolía.

Lea: Malayerba: Tres párrafos

Aquella noche Juan descansaba en su cama. Recostado, en medio del monte, arrullado por grillos, el viento y los animales nocturnos. No era tiempo para pretender juntar los párpados, pero se sintió cansado en el final de aquel día que había pasado en el surco.

Parpadeó intermitentemente. Sobresaltó al escuchar el ruido y los gritos. Eran de un lugar cercano, porque se escuchaban nítidos: dos o tres voces diferentes, unos pidiendo que los dejaran ir, que los perdonaran, y los otros maldiciendo.

Entre los que suplicaban había una voz adulta. Más sereno, el señor insistía en que no iban a denunciar, que los perdonaran, que jamás volvería a pasar. Los otros, más jóvenes, lloraban, implorando a gritos.

Eran los mismos de aquel pueblo contiguo. Él no lo sabía. Dos hermanos y el papá. Los jóvenes fueron levantados frente a su casa. El padre, al ver la escena, les pidió ir con ellos. Pensó en arreglar las cosas con el jefe. Confiado, subió también a la camioneta.

Los captores no hablaban. Uno de ellos la hacía de jefe. Con el cuerno de chivo en las piernas y una pistola fajada en uno de los costados, repetía con burla que ahora sí se los iba a llevar la chingada.

El señor no pudo hacer nada. Al contrario, la orden del jefe era que ya que se había metido en el asunto, que se lo echaran también.

Se los llevaron para el monte. Lejos. Pero en el campo lejos no es lejos. Desde el otro lado se escuchan los insectos, las voces y la música que sudan las bocinas de la radiograbadora aquella.

Juan se incorporó de un sopetón. Aguzó los oídos queriendo escuchar más: de qué se tratan esos gritos. Como si estuvieran torturando a alguien. Como si hubiera pleito. Como que unos se quieren matar.

Y vienen de allá. Del otro lado del maizal. Se asomó y vio unas luces que parecían de automóvil. Estaban del otro lado del plantío. Allá, cerca del arroyo. Varios kilómetros de distancia.

Y a pesar de eso escuchaba perfectamente los sollozos. Pudo imaginárselos moqueando, levantando los brazos, haciendo la señal de la cruz, abrazándose mutuamente. Con los sonidos emitidos, las voces, los gritos, supo de qué se trataba. Se lo confirmaron las maldiciones de los que hablaban enérgicamente.

Ni la pensó. Tomó el telefóno. Ceroochenta. Oiga, aquí quieren matar a unas gentes. Se oyen los gritos, oiga. Apúrenle por favor. Antes de que pase una desgracia.

No dio el nombre. No quiso. Desconfiado, guardó silencio. Se apuró a dar los datos de ubicación y los indicios que de lejos le llegaban con la complicidad del viento y el llano.

A los minutos dos ráfagas silenciaron la noche. Luego las llantas derrapando en la tierra. Y de lejos la polvareda. Las luces de la camioneta que se perdían, más allá de los maizales. Y el sonido que se fue yendo, apagándose como el eco.

Se sintió frustrado. Rabioso. Impotente. Al otro día llegaron las patrullas repletas de policías. Los peritos buscaban huellas, casquillos. Recogieron los cuerpos. Se fueron en medio de una caravana y de nuevo la polvareda.

Esa noche escuchó ruidos de nuevo. No salió. Entraron por él. Lo llevaron ahí cerca y le dieron varios tiros. No suplicó. No tenía caso. Sabían que él había hecho la llamada. Pero en el pueblo seguían preguntándose.

Artículo publicado el 05 de marzo de 2023 en la edición 1049 del semanario Ríodoce.

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