Hueles a muerto

Hueles a muerto

Aquella mañana del verano de 1973, un grupo de estudiantes de Sociología de la UNAM cruzamos el umbral y los filtros del penal de Santa Martha Acatitla en la Ciudad de México y, al final, se nos develó una gran explanada que en nada correspondía a la imagen de vivir a unos pasos de la vieja prisión de Los Mochis y, a la que llegue a entrar, a sus pequeños espacios, cuando un amigo de mi padre cayó en desgracia y había que llevarle alimentos.

No, el penal de Santa Martha era otra cosa, era una suerte de zócalo con su campo de futbol y de basquetbol con sus áreas verdes, por donde los internos caminaban ensimismados, y nosotros los estudiantes anduvimos a nuestro aire conversando con ellos para hacer aquella práctica sociológica que nos había encargado el antropólogo Erwin Stephan Otto y, que debería terminar, en un informe escolar.

Los reos se acercaban para conversar y, a lo lejos, recuerdo un personaje musculoso que al saberme de Sinaloa me dijo que él se había fugado de la prisión de las Islas Marías y, para su mala suerte, fue capturado a las horas de llegar a un bar de Mazatlán. Otros dijeron ser compañeros de armas de Genaro Vázquez.

Y, por ahí, merodeaba un tipo nervioso, inquieto, desquiciado, que pescó rápidamente mi atención. Fumaba un cigarro tras otro. Se movía volviendo la vista hacia un lado y otro. A mis interlocutores les pregunte quién era y porqué se comportaba así. Y uno de los reos me relató que ese hombre había caído en prisión por un robo y tenía una condena de dos años. Pero ahora, tenía varias, que hacían una friolera de cien años.

–¿Por qué? -pregunte

–Alguien le dijo “hueles a muerto” y eso, aquí en el argot carcelario, significa que alguien te quiere matar, pero, no te dicen quién y eso, es una suerte de tortura psicológica, porque sospechas de todo el que se te acerca y no te deja dormir.

Bueno, agregó, y esta persona entró en delirio y ha matado a tres que se le acercaron…Pero, ninguno de ellos es el que está esperando el mejor momento para asesinarlo. Ya te imaginaras, me dijo, la vida de los que comparten su celda, provocándome un escalofrío.

Volví la vista y el tipo había desaparecido.

Salimos del penal y el profesor Stephan Otto nos preguntó sobre la experiencia que habíamos tenido y cada uno dijo lo que le había impresionado. A mí me daba vueltas la imagen de aquel hombre desquiciado. Su mirada centellante, los movimientos nerviosos, el fumar compulsivo y su silencio.

A la vuelta de los años, ya como profesor de Sociología en la UAS, implementé un programa de “prácticas sociológicas” y una de ellas fue llevar a mis alumnos al Cereso de Mazatlán, preparamos la visita con gestión, charlas y lecturas sobre centros de reclusión, y un sábado por la mañana llegamos al penal y crucé con ellos los filtros administrativos para ver también grandes espacios abiertos y las inmutables naves blancas donde están las celdas de los prisioneros.

Igual, empezamos a recoger historias que nos narraban los internos, mientras recorríamos las naves y al cruzar una de ellas, llamó mi atención una celda rectangular -así la recuerdo- de unos diez por cinco metros, y donde estaban decenas de reos.

Me sorprendió que siendo una hora diurna permanecían encerrados. Alguien me dijo que era una área de castigo. Que los que ahí estaban habían roto las reglas de convivencia. Llamó mi atención un tipo desquiciado. Loco. Y luego otro. Y todos los que estaban encerrados con una mirada cansada, infinitamente cansada, como si no hubieran dormido nada durante días. ¿Cómo podían hacerlo en condiciones precarias de mobiliario y, con uno, varios, locos sueltos? Imposible.

Esos desquiciados no eran como el que había conocido en Santa Martha Acatitla, él que olía a muerto, sino los que son producto del abandono, la falta de alimento y un sistema carcelario que no está hecho para la rehabilitación, menos para la reintegración a la sociedad, a sus familias, a sus amigos.

La tortura psicológica es, quizá, de las peores porque la decide otro que perversamente la administra a su interés y a su tiempo.

Pienso, por ejemplo, en la expresión del gobernador, que esta semana dijo a los medios que la suerte de Luis Guillermo, el “Químico” Benítez Torres, él la decidirá, sin decir cuando, y eso es para desquiciar a cualquiera.

Vamos, es oler a muerto, políticamente.

Al tiempo.

Artículo publicado el 05 de febrero de 2023 en la edición 1045 del semanario Ríodoce.

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