Malayerba: Muerto

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Estás muerto. Así se le dijo en su cara. Y no en cualquier lugar: en el patio de las oficinas de la Policía Federal de Caminos. El agente no hizo nada. Se quedó anonadado. Un frío de monumento ingresó por su cabeza.

El de la amenaza se retiró a paso veloz. Y el destinatario de su mensaje no supo en ese momento el origen de la condena fatal ¡Estás muerto! así que no hizo más que zambullirse en la rutina de los operativos y vigilancia de siempre. Para olvidar.

No sabía que se trataba del hermano de aquel matón que venía de Chiapas y que en el camino dejó huellas sangrientas. Todo empezó con su fuga del penal aquel. Se dio el lujo de ir por su mujer y agarrar carretera con destino al norte.

No pudo aguantarse la tentación y su tercer movimiento fue robarse un carro. Las corporaciones estatales lo buscaban. Pero él pasó las fronteras chiapanecas y siguió su rumbo hasta que lo atoró un federal de caminos.

No batalló nada. Con un pie en el asfalto y otro en el piso del automóvil hirió de muerte al policía. Y como el carro que traía ya estaba reportado, lo cambió.

Forcejeó con el conductor del automóvil así que tuvo que ultimarlo. El mismo destino tuvieron otros tres de la policía de caminos y dos más a quienes les quitó violentamente sus automóviles.

Sus rastros homicidas fueron encontrados en Jalisco. Para entonces ya sabían a donde iban: su esposa, sinaloense, conservaba parientes en esta entidad.

No lo atoraron más. Prefirieron esperarlo cuando entrara a la ciudad que era su destino: Los Mochis. El oficial le ordenó que se detuviera, pero no hizo caso. Lo persiguió en la patrulla y en un parpadeo vio cómo su unidad era desplazada, obligada a orillarse hasta el acotamiento.

Ambos bajaron rápidamente de sus unidades. Pero a la hora de desenfundar, como en el viejo oeste, el que sacó primero el arma fue el que ganó el duelo. Y ese fue el federal de caminos.

En las exequias la mujer estaba inconsolable: no les lloraba a los otros siete muertos, los que en su presencia su esposo dejó en la carretera, sino a ese, el ejecutor ejecutado.

El hermano del occiso lo miró. No la abrazó ni le dio el pésame. De cerca, al oído, le dijo que ese cabrón se la iba a pagar. No se va a quedar así. El pago será con la misma moneda.

Ella fue detenida por homicidio. Él supo la identidad del policía aquel. Ubicó su domicilio y sus trayectorias que seguía. Supo que temprano hacia ejercicio y del carro que traía.

No era nada nuevo. Matón también, portaba el olor a la pólvora en los dedos y viajaba por sus venas. Si lo hacía por dinero por qué no hacerlo por venganza. Y más ahora que se trataba de vengar la muerte de su hermano.

Lo esperó esa mañana. Lo vio acomodar su carro. Cuando caminaba para ingresar al edificio de la corporación lo alcanzó. Le echó grito y a pocos metros de distancia le espetó mientras lo apuntaba con el dedo flamígero: estás muerto, ¡Muerto!

Quiso olvidar el suceso. Ingreso a la oficina y recibió instrucciones. Atarantado aún por la amenaza se sumergió en la rutina de vigilar carreteras y levantar instrucciones. No quiso saber el origen ni de quién se trataba.

De hecho, nunca lo supo. A los días cayó en el césped, abatido. Dos tiros en la cabeza terminaron con esa rutina matinal en la que se ejercitaba. Te dije. Te dije.

Artículo publicado el 28 de agosto de 2022 en la edición 1022 del semanario Ríodoce.

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