Malayerba: Mijito

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El abuelo iba en su carcacha, preocupado por llegar a tiempo. Eran las cinco y media de la mañana y a su paso apenas le iba a alcanzar el tiempo para cruzar la ciudad y llegar más o menos puntual al trabajo.

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El peso de la oscuridad de la calle se sentía en sus hombros, en el motor que no rugía sino protestaba, en la dura carrocería y en los poderosos fanales que se abrían paso en la bruma invernal.

Vio la luz de un vehículo que venía detrás, apurado y haciendo torpes eses en la calle. Ha de venir borracho o drogado ese amigo, voy a bajar la velocidad para que me rebase. La camioneta se le acercó mucho y en lugar de pasar por un lado permaneció a poca distancia. El abuelo chupó los dientes, se acomodó las gafas y quiso afinar su vista a través del espejo retrovisor. Será una patrulla, pero no trae los focos azules y rojos. De qué se trata, masculló.

Voy a adelantarme un poco y en cuanto pueda me orillo, para que pase. Así lo hizo y el otro lo imitó. Más desconcertado aún, detuvo la marcha y permaneció sentado. Los cristales todavía traían mapas de humedad por el rocío.

El de la camioneta avanzó un poco hasta ubicarse junto al viejo, quien casi termina hundido y extinto en el asiento del vehículo Valiant, del pavor que le dio que aquel tractor vestido de camioneta se le emparejara.

Él sintió empequeñecer porque nadie asomaba por la ventanilla de la puerta del conductor de la Cheyenne, cuyos cristales oscuros se hicieron cómplices de la pesadez nebulosa de esa hora de la mañana.

Puso de nuevo en marcha el vehículo y a los pocos metros la camioneta de nuevo lo rebasó, pero esta vez lo hizo a alta velocidad y le cerró el paso. De la cabina, que pareció despedir un vaho blanco y espeso, emergió un joven de unos veinte y esbelto.

Traía una pistola escuadra entre el pantalón y la camiseta. La sacó y apuntó con ella al abuelo. No sabía qué hacer: quedarse ahí, esperando no sé qué, o bajar el cristal y buscar entenderse con ese desconocido.

La calle escueta escuchó entera el chirriar de la manivela al bajar el cristal. El abuelo asomó, todavía con miedo, y miró a aquel que no dejaba de apuntarle con su pistola. Qué pasó mijito, qué andas haciendo.

Cómo que qué ando haciendo. Usted que trae un desmadre. Yo queriendo pasar y usted que me cierra el paso. Me detengo y se detiene, acelero y usté también. Qué quiere, pues, que lo mate.

No mijito, era al revés.

Qué al revés ni qué la chingada. Le gritó, meneando la pistola. Qué no sabe que no puede andar así nomás. Aquí nosotros somos el gobierno y no cualquiera entra.

Pero si yo vivo aquí, a la vuelta. Somos vecinos. Aquí he vivido con mi mujer y mis hijos. Ahí se quedaron dormidos mis nietecitos. Lo que deberías hacer es tranquilizarte, agarrar aire.

El joven frunció la cara. Bajaba y subía la pistola mientras hablaba. Y sí: andaba amanecido, borracho y con varias rayas de polvo aspiradas. Empezó a lanzar sílabas que nunca acomodó. Blof. Cof. Pof.

Mejor vete, mijito. Te ves cansado, tienes que irte a dormir. Y yo pues a trabajar, ya se me hizo tarde.

Ándele pues. Pero váyase con cuidado, le dijo, ya calmado.

Salió de ahí y cuando llegó buscó dónde sentarse. Acomodó sus nalgas en un sillón. Empezó a temblar. Sintió que se iba a desbaratar.

Artículo publicado el 22 de mayo de 2022 en la edición 1008 del semanario Ríodoce.

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