Malayerba: Un bato derecho

Malayerba: Un bato derecho

Después de su primer jale, que consistió en transportar en un camión de carga un buen guato de droga a la frontera norte, su hermana sospechó: pagó seis meses de renta de su casa, compró los muebles de la sala y la cocina, y se hizo de ropa.

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Esto no me está gustando, pensó. Decidió platicar con él. Algo huele mal. Algo grande hay.

Lo sentó en la sala de la casa de su madre. Ya tienes veintitrés años, dos hijos, una mujer. Son muchas responsabilidades y te toca asumirlas, responderles a tu mujer y a tus hijos, sacarlos adelante. Agarra la onda, madura, déjate de eso.

Él le reconoció: Tienes razón. Fue el primero y el último. No lo vuelvo a hacer. Se lo dijo muy serio, con una sonrisa chueca que delató su nerviosismo. Sus ojos se hicieron chiquitos, su mirada esquiva.

Ella se quedó más tranquila pero no del todo convencida. Sabía que difícilmente abandonaría la posibilidad de agarrar otros cincuenta mil o tal vez más. Oyó el no que le dio su hermano, la promesa de no repetir la narcoaventura. Pero sintió que sus ojos evasivos decían lo contrario.

El trailer avanzó por la carretera, rumbo al norte. Pasó El desengaño sin ningún contratiempo. Luego otros dos retenes, de esos retenones, con gente del Ejército, federales y policías estatales. Las revisiones no dieron ningún problema.
Adelante, le dijo el agente federal. Vaya con cuidado.

Su amigo, el chofer, le decía que ya estaba más tranquilo, que ya la habían hecho. Ambos carcajearon e imaginaron los montones de billetes esparciéndose frente a ellos, cayendo, volando, hechos bola, asidos, al aire.

Muy cerca de Mexicali vieron a lo lejos un punto de revisión. Nunca antes habían instalado uno ahí. Eran algunos militares, poca cosa.

El chofer se inquietó. No dijiste que ya no había retenes, compadre. Le dijo, casi a gritos, sudoroso, reclamando. Cálmate, espera, vamos a ver. No nos puede ir mal.

Un joven militar subió a la cabina y les pidió que abrieran. Traemos pollos, le dijeron, para adelantarse.

Abrió la caja y esculcó aquí y allá. Levantó y movió. Y dio con la droga.

Salió de ahí corriendo, gritando. Le dijo al oficial que estaba de encargado que había encontrado droga, que traían un clavo en la caja de ese camión. El del mando se acercó a la carga y vio el alcaloide. Se dirigió a los que iban en la cabina: Ni modo muchachos.

Ellos le dijeron, Oiga, un paro, hay dinero, mucho, déjenos pasar, échenos la mano. No se puede, muchachos. Ese soldado es nuevo y ya hizo un escándalo. Todo mundo se enteró. Así no puedo hacer nada.

Entonces él, honesto y cabal, se aprontó: Es mi culpa, teniente. Yo traigo la droga, mi compañero, el chofer, no sabe nada. Yo soy el responsable.

El chofer se quedó quieto. Aquello no era verdad pero no contradijo a su acompañante. Eso le valió dos años preso. Y dieciocho para el copiloto. De esos lleva nueve y un saldo rojo: su mujer huyó sin sus hijos y su patrón no le mandó abogados ni lo volvió a ver.

Pero él está tranquilo y despreocupado. Sin vicios etílicos o intravenosos. Quiere que lo transfieran a las Islas Marías porque los de allá salen cuando cumplen la mitad del tiempo.

Traicionado y abandonado, no piensa en la droga ni en la lana que se esparció con aquel decomiso. Tampoco en la que fue su mujer o el chofer que salió de la cárcel antes que él.

No se amarga con eso. Menos cuando sabe que sus hijos están bien con su mamá, que le hablan por teléfono y lo van a buscar a aquella ciudad.

Artículo publicado el 24 de abril de 2022 en la edición 1004 del semanario Ríodoce.

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