Cuando escribió ese artículo no pensó. Vomitó sus letras llenas de coraje e indignación sobre la máquina de escribir. Nada qué ver con la plana, ya impresa, al otro día, en las calles de la ciudad.
Señores narcos, amarren a sus perros. Era el título de aquel texto. Publicado en el periódico de mayor circulación. Levantó una polvareda, un torbellino. Y en el centro estaba él.
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Las violaciones de mujeres los tenían histéricos y nerviosos. Todos los días, uno, dos casos. Decenas en un mes. Muchas en medio año: los padres miraban consternados a sus hijas. Y a la hora de las esperas las letanías en los rezos hicieron mayoría citadina.
El procurador estaba atado de manos. No podía con los narcos. Y los narcos tenían sueltos, en pleno recreo, a pistoleros, operadores, mandaderos, guardaespaldas, achichincles y demás fauna. Todos acostumbrados a hacer y no ser castigados.
En las fiestas. En la calle, mientras caminaban por el malecón. En el centro, en medio de las compras sabatinas. En La lomita, al salir de misa. Y hasta de carro a carro. Todas eran sorprendidas, llevadas a la fuerza y ultrajadas.
Era una pandemia local de violaciones. Violenta e impune. Burlesca y fatal. Siembra colectiva de paranoia y sicosis. Cosecha de unos cuantos, intocables, torvos y obsesos.
Se dieron, algunos, sus escalofriantes lujos: llamaban al padre de la joven, efusivos, para avisarle que no se preocupara, que su hija estaba bien y con él, que la estaba haciendo mujer, y luego se la llevaría.
Por eso se decidió a hacer el artículo, impensable con la sangre fría. Señores narcos, paren a sus perros. Amárrenlos, dómenlos, póngalos en orden.
La mujer del conmutador le pasó una llamada. Era de parte de un abogado, conocido suyo. Le dijo que en ese justo momento estaban reunidos en la casa del gran capo, don Lalo. Que estaban todos los jefes. El tema de la reunión era uno solo: aquel artículo.
Y pa’qué me avisas. No, nada más te digo. Me pareció importante que estuvieras enterado. No me digas nada. Esa es bronca de ustedes. Es su problema. Y ustedes sabrán. No me digas nada. Y menos por teléfono.
Igual se enteró. Ellos sabían quiénes eran los que estaban tejiendo esa serie de violaciones. Conocían todo de ellos. Incluso sus locuras y bajezas.
Y sabían que lo que apareció en el texto periodístico aquel era cierto. Pero se movieron en su encrucijada habitual, esa que aparece cuando de decidir sobre enemigos se trata: entonces qué, jefe, lo eliminamos o no.
Algunos insistieron en que debían ejecutar al autor de la denuncia. Argumentaban que era una irreverencia, una falta de respeto. Nadie puede dirigirse así, de esa forma, a nosotros.
Pero hubo quienes fueron más prudentes. Y listos. Esto nos va a traer problemas. Luego no vamos a poder trabajar en lo nuestro. Y todo por culpa de estos cabrones. Pinches violadores.
Esos fueron los que ganaron. El capo de capos estaba entre ellos. Nada de eliminar. Qué ejecutar ni qué nada. Lo que vamos a hacer es amarrarlos. Y si no se dejan, pues entonces ya veremos.
Del acuerdo fue avisado el periodista. Contestó igual que no lo metieran, que esa era bronca de ellos.
Al día siguiente fueron por el primero. No se dejó. Le advirtieron que eran órdenes del jefe. Tanta impunidad y tan placentera. Y ahora tener que dejarla. No le gustó y lo mataron.
Los otros perros salieron huyendo.
Artículo publicado el 06 de marzo de 2022 en la edición 997 del semanario Ríodoce.