Malayerba: Gracias a Dios

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Era tan temido que hasta los hermanos se le escondían: si viene a buscarme, no estoy. Pedían, rogaban, a los vecinos para que los escondieran y no ser encontrado por ese hombre que a sus veintitantos era un asesino sin reversa ni perdón. Presumía de sus saldos como quien celebra un diez en la escuela o nuevos y suculentos pasos en una relación amorosa.

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Yo mato. Pero no porque me da la gana, aunque lo disfruto. Mato porque me pagan, porque algo debe ese güey que ando buscando ahorita para descargarle la güera nueve milímetros. Pero pura madre le entro al secuestro. Eso es lo peor, andar sacando gente y pedir dinero y luego hasta matarlos. Guácala. Eso sí me cae en la punta.

Tampoco torturo ni robo ni asalto. No mato niños. Eso se los dejo a los enfermos, a los que nomás rafaguean. Yo soy feliz con mi güera.

Pero qué loco se ponía no más andaba pisteando y drogado. Los vecinos tenían que seguirle el rollo, aunque fuera un ratito. Los hermanos se le escondían o de plano debían quedarse a su lado y al menos simular que lo escuchaban y que se embriagaban con él. Se quedaba en la casa que quería, en ese su barrio. Nadie podía correrlo o molestarlo. A la mano su siempre abastecida nueve milímetros: moldeada a su antojo, encariñado de ella, extensión de su palma, de sus dedos.

Se metía a los rincones de las viviendas de esa calle, donde nació y pasó su infancia y vivía esa vida de repartir calacas por doquier. Y ya no salía. Los polis lo tenían ubicado pero no sabían en qué casa buscarlo, porque andaba en todas y en ninguna, pero nunca en la suya. Desde dentro, una ventana, un techo, el monte, agavillado, les disparaba a las patrullas. Se bajaban y lo perseguían. Siempre se les pelaba: cuatrero, fantasma, ubicuo.

Luego hacían operativos especiales para capturarlo. Revisaban viviendas, levantaban colchones o volcaban sillones. Esté cabrón se nos volvió a pelar, mi comandante. Se escuchaba por la frecuencia de los radios Matra. Ocho de nueve. Ocho de trece. Y de vuelta a las patrullas, los rondines, con el coraje y la frustración entre mejillas y cejas.

Era muy efectivo en su trabajo. Los clientes lo buscaban, recomendados por fulano. Quiero que le des piso a este cabrón. Por qué. Qué le hizo. Me debe. Siempre era la yerba o el polvo, los dólares, las traiciones, los jales balconeados o inconclusos y las pérdidas. Cincuenta mil ahorita y mañana lo tiro en La primavera: el cementerio clandestino más público de la ciudad. Echo. Fajo de dólares. La güera sonriente, humeante, tibia.

Pero la poli lo seguía de cerca. Lo torcieron de madrugada y apareció con dos balazos en la espalda y uno en la cabeza. Dijeron que fue enfrentamiento, pero a nadie le importó. En el barrio todos descansaron y dieron gracias a Dios.

Columna publicada el 08 de agosto de 2021 en la edición 967 del semanario Ríodoce.

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