Doce meses entre la esperanza, el odio y el desconcierto

Después de lo que pase el 1 de diciembre, cuando se cumpla un año de que Andrés Manuel López Obrador asumió la presidencia de la república, y cuando se llevarán a cabo dos concentraciones masivas, una en pro y otra en contra del Presidente, lo normal sería que dejemos que 2019 termine entre cánticos decembrinos, regalos, comida hasta el delirio, ponche y abrazos. Pero no ha sido un año normal y cada día puede pasar algo que nos cimbre, que nos jale del brazo y nos haga voltear en algún sentido, por alguna razón. Así que vale más estar al alba.

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Los ánimos se han enrarecido. Era de esperarse después del garrotazo electoral del 1 de julio del año pasado. El país se cimbró, los actores se transformaron de un día para el otro, personas y partidos. Instituciones. Entonces eran imperativas la calma, la sabiduría, el Estado por sobre los ánimos encontrados, los júbilos mal encaminados y los miedos comprensibles ante escenarios que no se podían descifrar. Que si cancelaba o no la construcción del aeropuerto de Texcoco, que si pretendería reelegirse, que si a dónde llevaría a la economía, que si con qué se desayunaba eso de la ley de amnistía…

El propio Presidente, desde su púlpito mañanero, fue contribuyendo a la exaltación de ánimos enajenados en contra, pero también enajenados a favor. Unos desde su posición de triunfo histórico —no esperado en esa magnitud lo cual provocó cierta desmesura en sus reacciones— y otros desde la frustración y el pavor ante el poder perdido y sobre todo perdido frente a un proyecto como el que empezaba a caminar, bien o mal, entre tumbos y caídas, auténtico y hasta loable en el planteamiento pero desatinado, en muchos de sus rubros, en la operación.

En medio de ese frenesí, lo que se ocupaba —y se ocupa todavía— era un estadista que contribuyera a la concordia y a la conjunción de esfuerzos con una sola razón y un solo propósito: México. El país empezaba a vivir una nueva etapa en su historia, eso teníamos que entenderlo todos, los que habían ganado en primer lugar, quienes habían sido derrotados democráticamente y quienes se asumen fuera de estos dos grandes bloques.

Pero ha pasado un año y el país no se encuentra a sí mismo. En medio de aciertos y pago de facturas históricas hacia los más desposeídos, el gobierno de Andrés Manuel ha sembrado el camino de estos doce meses con desatinos y dudas que hacen muy incierto el futuro inmediato de los mexicanos, al grado de que, incluso, muchos de aquellos que apostaron por la llamada Cuarta Transformación, aún sin saber qué significaba ésta, ahora empiezan a decir que no es lo que esperaban.

No deben ser muchos, pero es un germen. El Presidente, lo dicen las encuestas, sigue casi tan popular como cuando arrancó la administración. Gobernar desgasta casi siempre, pero López Obrador parece burlar esta lógica con sus apariciones diarias en las conferencias mañaneras, una prensa obligada a estar dando cuenta de sus dichos, y sus giras de fin de semana, donde amarra en actos propios de una campaña electoral, a los beneficiarios de sus programas sociales. Más que como un buen Presidente, el tabasqueño se ha revelado como un gran comunicador.

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Pero hay problemas que una buena comunicación, por buena que sea, no resuelve. Uno de ellos es la inseguridad. El otro es el bienestar económico. Y en estos dos asuntos López Obrador no ha dado pie con bola. Si bien no se presentaron las grandes catástrofes que vaticinaban sus “adversarios”, la buena economía no ha encontrado su cauce y permanece estancada. Y esto acabará por pegarle a la lealtad de sus más fieles seguidores. En cuanto a la inseguridad, el Presidente está equivocado. Equipara a la violencia de los cárteles con la violencia que pueden ejercer las instituciones del Estado contra el crimen y ese es un error que terminará costándole caro a él, a su proyecto, pero, en primer lugar, al país entero. “El mal no se combate con el mal”, suele decir. Pero se olvida que el Gobierno no representa al “mal”, si a metáforas bíblicas se refiere. Representa a la Ley.

Bola y cadena

HAN SIDO LOS MISMOS DEFENSORES a ultranza de la autollamada Cuarta Transformación los encargados de advertir que en las esquinas del país se encuentra agazapada la ultraderecha. Les encanta referir a Jair Bolsonaro (su antihéroe favorito) y lo esgrimen como un espantapájaros. Y sí, la ultraderecha está allí, siempre ha estado; pero antes que ellos la derecha y antes que la derecha el centro, si a ideologías vamos. Lo curioso es que son ellos mismos los que están convocando estos “demonios”. Que no duermen y no perderán oportunidad de saltar sobre lo que se puedan tragar. Tienen en el vecino del norte un aliado. Loco pero aliado al fin, que alimenta su discurso y lo hace viable… al menos como discurso. Esperando que otros se desgasten.

Sentido contrario

LA MISMA ALCALDESA DE GUASAVE, Aurelia Leal López, lo ha dicho: el crimen de su secretario del Ayuntamiento, José Luis Guerrero Sánchez es obra de la narcopolítica. Por algo lo dice, sobre todo si lo afirma horas después de que ocurrió. ¿Era Guerrero Sánchez un narcopolítico? ¿O alguno de sus “adversarios” políticos está ligado al crimen organizado y tuvo que ver en el crimen? ¿Tenía información previa al hecho? Creo que son preguntas que un agente del Ministerio Público le debe hacer.

Humo negro

LOS CIEN AÑOS QUE CUMPLE de fundado el Partido Comunista Mexicano es un buen marco para que la vida y la lucha de hombres como Valentín Campa y Arnoldo Martínez Verdugo sean reconocidos como personas ilustres. Luchadores y pensadores sin descanso, estoy seguro que ahora estarían viendo con preocupación y ojos críticos lo que pasa en el país. Sin dejar de ser de izquierda.

Columna publicada el 1 de diciembre de 2019 en la edición 879 del semanario Ríodoce.

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