Desde que estaba en la secundaria, su madre lo andaba persiguiendo: lo sacaba del grupo de jóvenes que se la pasaban fumando y que ya en las tardes iniciaban el ritual de empinar el codo y secar botes y botellas, lo arreaba para que se pusiera a estudiar y que mejorara calificaciones, le ponía tareas domésticas para que no anduviera de chile bola en la calle.
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Años después esos que fumaban raleig apretaron con sus dedos cigarros de yerba seca y ponían música de eicí dicí. El olor a yerba quemada vencía el aire y se metía entre patios de las casas, recámaras, la escuela primaria y las canchas de basquetbol. De ahí también lo sacó esa madre que lo vaquereaba. Fue por él y no le dijo una palabra. Lo tomó del brazo y lo jaló, y casi a rastras lo llevó hasta la sala de la casa y lo sentó en el sillón. Ahí, en cortito, le puso una buena regañada.
Ponte a estudiar, ponte a trabajar. Agarra la onda, Betito. Le decía esa madre de treinta y tantos que parecía de veinticinco. Abnegada, con licenciatura y posgrado, ama de casa y catedrática universitaria. Supo ser profesional en sus labores pero más madre en el hogar.
Betito renegando, pegándole talonazos al piso. Pateando el sillón y la flaca mesita de madera, dándole puñetazos a la puerta. Eres bien berrinchudo, así deberías ser para sacar las tareas y mejorar en la escuela. Más te vale que le bajes dos rayitas, le advirtió. Pero no las bajó: le llegó con una pistola que ella rápido detectó. Frente a él tomó la escuadra y en cuatro minutos la desarmó y metió al bote de la basura. Luego la tiró.
Betito con la boca abierta. Su madre sabía de armas o qué. A los días él llegó y ella le encontró una bolsa con polvo blanco. Sin que él se diera cuenta, la escondió. Al día siguiente, Betito buscaba desesperado. Se tiró al suelo y se puso a llorar. Mamá, si no la entrego me van a matar. Vale mucho dinero. Ella habló, le advirtió de las consecuencias. Al final se la dio a cambio de que prometiera salirse de ese ambiente.
Un día su jefe le llamó. Mande patrón. Hoy nos toca aguinaldo, vamos a ver al mero viejón. Subieron a una camioneta todos los de la clica y el jefe los miró uno a uno. Vamos sin armas, les dijo. Sorpresivamente, le pidió a Betito que se bajara. Por qué. Tu mamá siempre te busca, morro. Nos vemos luego. Él maldijo a su madre, chilló y pataleó.
Tenía dos días sin ir a su casa y ahora menos. Se fue con sus amigos y se perdió en los orificios de las botellas: se prendió de una y otra y otra. Llegó a su casa y su madre lo besó y le dejó las babas en cachetes y frente. Apretujados. Ahí en la sala ambos se enteraron que a todos los de la camioneta los habían encontrado esa mañana decapitados. Él se salió de la clica y volvió a la escuela. Ella lo sigue arreando.
Columna publicada el 6 de octubre de 2019 en la edición 871 del semanario Ríodoce.