La aspiradora

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Para irse con los narquillos de la cuadra, Irving ponía una aspiradora bajo su cobija. Su madre, que sospechaba que no iba a la escuela, que algo andaba mal, se asomaba y se calmaba cuando veía el bulto, en la penumbra de la recámara del morro. Aitá, bien dormidito mijo.

Pero no. Él optaba por cabalgar las nubes negras en forma Gran Cherokee, altas y con fanales que de tan poderosos parecían concentrar en sus intestinos las dosis de varios soles: sentir cómo bramaba ese motor, cómo les abrían paso los otros carros cuando recorrían violentamente las arterias citadinas, cómo se achicaba la gente y los otros vehículos a su paso, cómo sus manos parecían extensión de esa treinta y ocho Pietro Beretta cuando hacía crac crac, y cómo la vida se detenía cuando él sonreía con las manos en el volante.

El dueño de la camioneta era su amigo, el jefe del barrio. Rufián del vecindario. Patrón de los morros de la cuadra y más allá, dueño de tres camionetas de lujo y de modelo reciente, que con un guiño compraba y vendía cada cinco o seis meses, igual que conseguía morritas que la hacían de edecanes o que canjeaban acostones por un experia con bastón para la selfi. Era el bato, el jefe, el señor, el dueño de la vida y la muerte, el dios de la colonia.

La poli me la pela, decía, con las palabras erguidas como su sangre. Y así era cuando lo atoraban por error los retenes o se hacía perseguir por los ministeriales. Todo era que lo vieran del otro lado del cristal parabrisas o de los costados, y se le cuadraban. Más de una vez les cortó cartucho, les apuntó con la morena nueve milímetros, les enseñó el cuerno como quien muestra que sus genitales son más grandes que los de cualquiera. Se le cuadraban, sin más. Usté disculpe, jefe. No conocimos la camioneta, perdón.

E Irving contento, en su mero mole. Enclicado. Ese era su ambiente, su hábitat: montar esa nube negra marca Cherokee, agarrar la Pietro y cerrojar, no más por gusto, probar el velocímetro queriendo saltar del tablero, sentir el fuego en sus dedos, los pies, la mirada. Todo, menos la escuela y la casa. Hasta que su padre lo torció. No habló con él sino con el jefe. Dejas en paz a mi hijo, si quieres vivir tranquilo. Se lo dijo con fuerza, con los ojos llorosos, con relámpagos en las manos. Y así lo hizo.

Una que otra vez el narco ese intentó regresarlo a la clica y se topó con el padre, que custodiaba la casa como dragón. Lo sorprendieron los enemigos, en la calle. Se agarró a balazos y fue detenido. Veinticinco años de cárcel. El padre se asoma, ve el bulto bajo la sábana: era la aspiradora. A dónde se fue este cabrón de Irving, gritó. La madre, enterada, en calma, le responde anda con la novia.

Columna publicada el 2 de junio de 2019 en la edición 853 del semanario Ríodoce.

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