Malayerba Ilustrada: Me duele

Para Eileen Troax y Diego, por ese corazón de madera, gatos y nopal

Cuatro de la mañana. Un joven flacucho y el cabello peinado por el desvelo, camina por esa calle malhumorada. Lo hace sin prisa, distraído. Se oye el motor de un carro que se acerca y él sigue avanzando. Las luces del automóvil muerden su espalda y hacen que crezca su sombra. Los del carro bajan la velocidad, lo alcanzan y se le emparejan. Uno de ellos saca un arma por la ventana: el joven voltea, ve su rostro en la boca oscura del cañón. Pum pum.

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Alguien grita. Ayuda, ayuda. Por favor, ayúdenme. Unos se asoman por la ventana. Las cortinas se mueven detrás de los cristales de las viviendas. Algunos deciden llamar a la policía, a la ambulancia. Una señora sale y lo ve tirado. Dice Dios mío. Pero no se le acerca, no le habla ni se queda. Se mete tan rápido como salió y su bata se abre para enseñar rodillas gordas y pantorrillas varicosas.

Hace frío. Once grados culichis son dos menos cero en una ciudad caliente por el plomo rojo y el sol que siempre amanece con las pilas puestas. Dentro de las viviendas cuchichean. Ojalá se apuren, el morro está sangrando mucho, se va a morir. Se va a morir. Se va a morir. Se repite como un eco cuya primera vez no tiene dueño y es de todos, del otro lado de esas paredes.

Todos expectantes, atrás de los muros. Nadie más sale. Dicen que pueden regresar esos que le dispararon, cuando se enteren que el joven no ha muerto. A la media hora llega la patrulla. Son dos agentes. No tienen prisa y por esa parsimonia de perdonavidas tampoco tienen madre: se paran a los lados, lo ven, algo se dicen entre ellos, pero no toman sus armas ni revisan los signos vitales ni le dan primeros o segundos o terceros auxilios.

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Le preguntan cómo se llama. Dónde vive. Él les dice me duele, me duele mucho. Ayúdenme por favor. Le vuelven a preguntar, de pie, sin agacharse. No responde. Los ve. Se toca las heridas, quiere detener la fuga. Un orificio en el pecho y otro en el abdomen. Ellos deciden levantarlo. Lo toman de los sobacos y lo obligan a mantenerse de pie. Lo sostienen. Qué te pasó. Por qué. Quién fue.

La ambulancia no llega. Nunca nadie en ese barrio había deseado tanto ese ulular lejano que luego se acerca y llega para socorrer. El joven de pie, sostenido por esos dos que no quieren que sus uniformes se manchen. Él suplica que lo lleven al hospital. Se escucha el viento, ya no sus palabras. Me duele. Me muero. Y se desvaneció, como esa madrugada.

A la hora y media llegó la ambulancia. Ya no reaccionó. Lo revisaron rápidamente y lo subieron a una camilla. Un poli le dijo a otro vamos a desayunar. Se me antojan unos tacos de buche.

Columna publicada el 6 de enero de 2019 en la edición 832 del semanario Ríodoce.

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