El terror de los migrantes (segunda y última parte)

migrantes (3)

Recorrido entre robos, violaciones, caídas de “la bestia”… y la migra

Chontalpa, Tabasco. – La travesía inició en Palenque, Chiapas, donde cientos de centroamericanos, entre quienes podían distinguirse a mujeres y niños, se habían encaramado en el tren carguero “la Bestia”, en su afán por llegar al norte de México, y entonces intentar cruzar a Estados Unidos.

Sometidos a jornadas brutales, forjadas entre sueños y carencias, el viaje se antoja imposible, y por momentos se convierte en un constante flirteo con la muerte. Pero nada parece detener a esos viajeros en su búsqueda por un mejor futuro y mejor fortuna, pues según ello, “todo es mejor a la miseria e inseguridad que viven en sus países de origen”.

Lea: El recorrido bestial de Centroamérica a la frontera de EU de los migrantes https://bit.ly/2PGFDqt

En un recorrido de apenas dos días donde se acompañó a cientos de migrantes en su recorrido encima de “la bestia”, Ríodoce tuvo oportunidad de capturar esos momentos de tensión, incertidumbre, sueños y temores, pues durante esta odisea los migrantes no sólo padecen hambre y sed, frío y calor, cansancio y miseria, sino además llegan a ser víctimas de ladrones que les quitan el poco dinero, alimento, o calzado que tengan, o peor aún, algunos llegan a ser abusados mientras que los más infortunados son amputados por la pesada locomotora.

Aunque hay algo que los aterroriza aún más: la migra mexicana, que, como fantasmas de la fatalidad, se les aparecen en cualquier momento y en cualquier lugar.

Cuando Darrell y su mujer escucharon al resto de los migrantes que asustados gritaban: “La migra, la Migra”, la pareja se incorporó de inmediato al tiempo que Dania, su mujer, apretaba a su bebé contra sus brazos.

Temerosos pero decididos, buscaban con la mirada en todas direcciones por un sitio de escape, sólo para concluir que su única opción era correr sobre los vagones y, si fuera necesario, saltarían al vacío. Ambos sabían que harían de todo para no ser atrapados por la migración mexicana, pues ello significaba que, no sólo les quitaría el poco dinero que llevaban, sino que los golpearía y los devolverían a cientos de kilómetros atrás, a Tegucigalpa, cortándoles de tajo todos los planes y sueños que tejían por un día llegar a Estados Unidos.

Fueron instantes de eterna incertidumbre en que Dania podía sentir como la mano de su marido, siete años menor que ella, le apretaba con fuerza su muñeca izquierda, y entonces que creyó que el tiempo parecía detenerse, según confesó horas más tarde.
El resto de los migrantes, por su parte, también se mantenían a la expectativa, todos listos para correr, o para saltar y huir entre la selva, o para brincar y treparse de los árboles donde la migra no los pudiera alcanzar.

Pero tras varios segundos nadie llegó, y los migrantes respiraron un poco de calma.

Todo había sido un susto, pero un susto que casi los hace vomitar el corazón y las tripas. Fue justo en ese momento que la Bestia, reinició su marcha.

 

La familia de Darrell

La conformaban sus padres: Homero y su hermana Daniela, de 12 años, su hijo Daniel, su esposa Dania, y su bebe Dante, de apenas 11 meses de nacido.

La familia se tuvo que salir del barrio bravo de Santa Cristina, en Tegucigalpa, luego que Darrell se tatuó el nombre de su hijo Dante en la parte izquierda de su cuello. La idea pudo haber pasado desapercibida, el problema es que el nombre se lo tatuó en hebreo, y la MS-13, al verlo, concluyó que se trataba de un símbolo de una pandilla rival y le dijeron se fuera de ahí, de lo contrario lo matarían junto con sus padres, su esposa y su hijo.

Tenía sólo seis horas para salir de Santa Cristina, por lo que a Darrell no le quedó otra que salir huyendo del barrio donde había vivido toda su vida.

Sus padres, conscientes de la amenaza, no dejarían ir sólo a su único hijo varón, y fue así como toda la familia se embarcó en una travesía que los llevaría hasta los vagones de la bestia.

Aun así, la familia miró el lado positivo de las cosas: sería un nuevo inicio, en un nuevo país, con nuevos planes y nuevas ilusiones, y quizá nuevos amigos, hondureños como ellos. Además, ya habían escuchado de otros centroamericanos que lograron el éxito en Estados Unidos, y hoy día tenían casa, carros, y un futuro prometedor, por lo que mudarse no podía ser tan malo. Sólo debía llegarse a su destino final, montarse en la bestia, no dejar que la migra los atrape, y después cruzar el desierto de Arizona. Se necesitarían ganas para lograrlo, una buena visión, y mucha, pero mucha suerte.

Así fue como terminaron en ese recorrido, primero juntando todo el dinero que pudieron, y luego encargando su casa con unos vecinos “por tiempo indeterminado”, pues la meta primera fue viajar hasta la frontera de Guatemala con México, luego cruzar caminando el rio Suchiate, pero ante la falta de recursos, y conscientes que su única opción de llegar al norte era montándose en la bestia, en el camino giraron el recorrido y terminaron dirigiéndose rumbo a Palenque, donde se treparían en la bestia con su firme intención de llegar a Sonora.

Por ello, primero viajaron en el techo de uno de los vagones del tren, y finalmente bajaron a un contenedor que los migrantes llaman “góndolas”, que sirven para transportar minerales, cemento y otros materiales sólidos, pues resultaba más seguro para los infantes.

 

La noche y las estrellas

Cuando la noche cayó, pareció sentirse un dulce un alivio entre los migrantes. El sol los había masacrado sin clemencia, pues aunque habían sufrido sed, hambre, los trancazos de las ramas de los árboles, era más el sol el que los habría desgastado, que nunca dejó de quemarlos y deshidratarlos.

“Y esto no es nada; si viera lo que es el camino del infierno en la mera canícula de agosto, ese si es calor, y ese si es sol”, dijo Armando Robledo, un guatemalteco que aseguro haber recorrido el camino de la bestia al menos en cinco ocasiones, y se refería al camino “del infierno” a la zona del pacifico, que comprendía Sinaloa y Sonora.

Por eso, aseguraba, ese sol de finales de septiembre no quemaba tanto como el de julio y agosto.

No obstante, para los migrantes que no conocían ni uno ni otro sol, aquella primera prueba resultaba apenas una dura probadita de lo que esperaba, y por ello la noche se antojaba como un regalo de Dios.

Pero lo que parecía miel pronto se tornó amargo, pues apenas se habían asomado las primeras estrellas cuando un ejército de mosquitos empezó a roer, y chupar los últimos vestigios que quedaban de los migrantes.

Quienes pudieron tomaron ramas, las mismas que los golpearon durante el camino, y como pudieron encendieron fuego para espantarse los bichos vampíricos que intentaban succionarles la sangre. Se detuvo de repente el tren, y los migrantes, en uno de muchos actos de solidaridad, incendiaron el aire con humo que terminó por ahuyentar a los mosquitos.

Y sin embargo, doce horas después de haber salido de Palenque, los migrantes seguían sin probar alimentos, y sólo se mantenían de tomar agua, algunas con un poco de cloro. Y de hacer necesidades fisiológicas, era un misterio, pues quienes podían, orinaban desde lo alto del tren. Y quienes no, simplemente se aguantaban.

Pero en ese momento nadie miraba las estrellas, sino unas luces que de pronto aparecían.

“Son Candelias”, explicó Armando al ver las lucecitas. “Así les llama la gente allá en mi pueblo. Otros le dicen Maquilos, a poco no son bonitas”.

El tren se había detenido en un lugar conocido como La Cementera, donde La Bestia enganchó 15 nuevos vagones, y los migrantes aprovecharon para bajar, y orinar, llenar sus bules de agua, y aguantar el hambre.

Por primera vez se les mira sonreír, pues aunque tienen hambre, también tienen ilusión, y empiezan a contar todo tipo de chistes, que por momentos les hace olvidar su situación.

“A ver, ¿díganme qué animal camina con las patas en la cabeza?

Todos callan por un momento. Hasta que responde quien formuló la adivinanza: “Si serán brutos, pues si son los piojos”.
Alguien grita algo que los deja helados: ¡Este no es el tren que se va! ¡Es aquel otro!

Darrel y su papá se quedan helados. Saben que si pierden el tren se quedarán dos días varados, en medio de la nada, y con el bebé en brazos, aquello se antoja difícil para el bebé.

¡Hay que alcanzar al tren!, sugiere Homero.

Pero su hijo Darrell duda. Mira a su mujer que asustada también lo mira. El resto de los migrantes, como liebres, ya han saltado del vagón.

Es una situación de vida o muerte, pero sólo quedan unos segundos para decidir, así que corren, corren, corren y trepan. Ya estando arriba hay esperanza, dice el padre, mientras la máquina empieza a soplar como dragón.

Artículo publicado el 21 de octubre de 2018 en la edición 821 del semanario Ríodoce.

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