Pese a ataques, la Iglesia católica mantiene su mano tendida al gobierno de Daniel Ortega

iglesia nicaragua 2

Managua.- Le alcanzaron tres disparos, el más letal en el abdomen. Sobre su cabeza, un tejado de zinc con 130 agujeros de bala que acaba de ser reparado. Enfrente, los cristales perforados por 15 horas de tiroteo incesante. Pese a las heridas, su rostro está sereno, serio, tal vez con un toque apesadumbrado.

La imagen de Jesucristo colgada de uno de los muros de la capilla de la Divina Misericordia de Managua, está como toda la Iglesia Católica nicaragüense, herida pero inmutable en su apuesta por un diálogo que acabe con cuatro meses de crisis que se ha cobrado más de 300 muertos, 2 mil heridos y mantiene a casi 400 personas encarceladas, la mayoría jóvenes.

El cristo parece mirar directo a los ojos de quien observa el cuadro, cuestionándolo. La Iglesia mira al único que puede dar una respuesta, Daniel Ortega. Pero el presidente calla. No ha querido regresar a la mesa de negociaciones y sigue desafiando a todo el mundo: a la comunidad internacional, negándose a admitir al grupo de trabajo de la Organización de Estados Americanos; a los obispos, recortándoles el presupuesto.

“Dios proveerá”, contestó el cardenal Leopoldo Brenes a la prensa local ante este recorte.

De hecho, es la frase más repetida por una sociedad que se encuentra sumida en la incertidumbre. Por un lado, el gobierno presume de un regreso a la normalidad. Por el otro, no solo la oposición, sino la ONU, habla de una “caza de brujas”, de persecución política y miedo. En medio, un diálogo congelado, un mediador que tiene las manos atadas porque no puede mediar.

El presidente Ortega y la Alianza Cívica (el grupo que reúne a estudiantes, empresarios, campesinos y otros sectores de la sociedad civil) se sentaron a hablar el 16 de mayo, casi un mes después de que comenzaran las protestas y cuando los muertos por la represión ya se contaban por decenas. Fue el propio Ortega quien entonces pidió a la Conferencia Episcopal mediar en las conversaciones, algo a lo que los obispos accedieron con gusto. Pero todo se truncó cuando se planteó una hoja de ruta hacia la celebración de elecciones democráticas anticipadas, algo que el ejecutivo consideró “un golpe de Estado”.

A partir de entonces, el diálogo quedó formalmente paralizado, aunque los contactos con la Iglesia siguieron varias semanas más y permitieron alguna liberación de presos, según cuenta el obispo Carlos Avilés, miembro de la comisión de verificación y seguridad que se creó durante el diálogo. Sin embargo, a mediados de julio toda comunicación con el ejecutivo quedó cancelada.

“La iglesia siempre opta por el diálogo pero que sea un diálogo auténtico”, insiste el padre Erick Alvarado, vicario de la Divina Providencia.

Y ese es el problema. Aunque Ortega se llena la boca con la palabra paz y hasta sugirió que quería que la ONU fuera mediadora en la crisis, no ha hecho público ningún gesto que invite a pensar que realmente quiere negociar. Y los obispos han sido claros: si vuelven a sentarse es para avanzar, no para hablar “de metodologías o ideales”, dice monseñor Avilés. “Eso no ha resultado”.

Para Alvarado, el primer paso sería reconocer “el mal que se ha hecho”, algo que, a juzgar por las declaraciones públicas de Ortega, no ha sucedido. “Estar negando que ninguna iglesia fue atacada [como hizo el presidente]… mire ésta… que nadie murió dentro de una parroquia [como también dijo el mandatario]… yo vi morir al estudiante Gerald Vazquez en la casa cural”, lamenta.

El joven sacerdote se refiere a una de las noches negras de esta crisis, la del 13 de julio, cuando unos 150 estudiantes se refugiaron en el templo porque las fuerzas oficialistas les desalojaron a sangre y fuego de la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua (UNAN), donde llevaban casi dos meses atrincherados.

“Los estudiantes llegaron desesperados”, rememora Alvarado. “Estábamos todos acostados en el piso y al escuchar la ferocidad de los ataques me imaginaba que iban a entrar y acabar con todos”.  Pero no lo hicieron. Criseyda Linar, la secretaria de la parroquia, está convencida de que la razón es que no querían matarles, “los querían amedrentar”.

No lo consiguieron. Es cierto que el miedo se instaló no solo en los estudiantes, sino en los religiosos (el padre Alvarado reconoce que todavía no puede dormir bien), pero las protestas siguieron.

Días antes del ataque a la Divina Misericordia, turbas leales a Ortega golpearon, arañaron e insultaron al cardenal Leopoldo Brenes y al representante del Papa Francisco en el país, el nuncio Waldemar Stanislaw Sommertag, en un hecho sin precedentes. Poco después, durante el 39 aniversario de la Revolución, el 19 de julio, Daniel Ortega llamó “golpistas” a los obispos.

El mensaje era claro y marcaba un punto de inflexión: las autoridades daban carta blanca a sus fanáticos para atacar a la institución más respetada por una sociedad profundamente católica. Comenzaron a correr entonces en redes acusaciones que no solo hablaban de curas “golpistas” y “torturadores”, sino de cómo bajo el manto de la virgen en algunas iglesias se ocultaban armas. Todo burdas mentiras, sentencia monseñor Avilés. “Quieren desautorizarnos porque la Iglesia es la única que se ha presentado con autoridad moral suficiente” en esta crisis, añade.

Y enemistarse con los obispos no ayudó a Ortega.

Norma Gutiérrez siempre le había apoyado y cree que su gobierno ha hecho mucho por los pobres pero recordar la noche del ataque a la Divina Misericordia la hace sentir mal. “A mí este gobierno me ha ayudado bastante y yo no soy partidaria de nada pero… eso de la Iglesia… eso no… la Iglesia es tan sagrada como el mismo Dios… me pasé toda la noche llorando cuando atacaron la capilla”, dice mientras vende refrescos en una de las recientes marchas que los oficialistas organizaron para contrarrestar las de la oposición.

Luego hace una confesión, acudió a una marcha, solo a una, la del 28 de julio en favor de los obispos. Junto a ella, miles de personas corearon “Obispo, amigo, el pueblo está contigo”.

Convulsa releación

La relación de la Iglesia Católica con el sandinismo nunca fue un camino de rosas. En la época de los Somoza, estuvo cerca de la dinastía hasta que sus abusos se hicieron notables. Luego medió entre ellos y los guerrilleros, y casi a punto de triunfar la revolución fue cuando respaldó totalmente al Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN). De hecho, en el conocido como “Grupo de los Doce”, personalidades de distintos sectores que apoyaban a la guerrilla, había dos curas y el primer canciller tras la victoria en 1979, era un sacerdote, Miguel D’escoto.

Durante la guerra de los años 80 la relación se tensó, en parte, debido al rechazo del Papa Juan Pablo II a la Teología de la Liberación y la Iglesia, aunque con escisiones, se reacomodó de nuevo con las élites más conservadoras.

En los 90, sin embargo, cuando el FSLN perdió las elecciones, Ortega intentó acercarse a los obispos desde la oposición. No fue sencillo. En vísperas de los comicios de 2006 sí lo logró gracias al apoyo del Frente a una ley contra el aborto, pero eso no era un cheque en blanco.

Igual que ocurrió en la época de Somoza, cuando el viraje autoritario empezó a marcar las acciones del  gobierno, la Iglesia volvió a levantar la voz.

El escritor nicaragüense Serio Ramírez recordaba recientemente un “episodio feroz” de hace cinco años cuando un grupo de muchachos acompañó a unos jubilados en una vigilia y a medianoche apareció la Juventud Sandinista protegida por la policía y los agredieron.

“Le entraron a palos, manosearon a las muchachas, las amenazaron con violarlas, les robaron los vehículos, las computadoras, los teléfonos”. La reacción de la Iglesia fue la misma que ahora, llegaron los obispos, el cardenal Brenes y el arzobispo auxiliar de Managua, Silvio José Báez, y se llevaron a los muchachos a la catedral. “Se vio como un abuso pero la historia no llegó a más”.
El 19 abril de este año, la historia se repetía multiplicada.

“Había más de 2 mil muchachos en la catedral”, dice una monja que estaba ahí ese día y pide no dar su nombre. “Los armados disparaban sin piedad, nos cortaron la luz y nos tenían rodeados”. Otra religiosa intentó hablar con ellos y mediar pero no hubo suerte. “Venimos a cumplir una orden de arriba”, le contestaron.

Desde entonces, solo más represión y muerte.

Desde el Vaticano, el Papa Francisco mostró su preocupación por la situación en Nicaragua en varias ocasiones pero sus declaraciones habían sido consideradas un tanto tímidas dada la envergadura de los ataques a la Iglesia. Muchos de sus miembros siguen hoy perseguidos como si fueran criminales, temerosos por su vida y su integridad y con el miedo de que también a ellos les acusen de terrorismo, como han hecho con más de un centenar de jóvenes aplicando la ley que criminaliza toda protesta.

Pese a todo, insisten en que siguen trabajando para el diálogo.

“Ellos quieren otros mediadores -asegura Avilés- pero abiertamente no lo van a decir porque no les conviene”. Además, ni los empresarios, ni los estudiantes, ni los campesinos, aceptarían otros testigos que no fueran los obispos.

Avilés no oculta su preocupación. Cree que ha habido un cambio en la actitud del Papa cuando recientemente dijo unirse a los esfuerzos para que avance el “proceso de diálogo nacional en curso, en el camino a la democracia”. Para monseñor Avilés, introducir esta última palabra, “democracia”, es clave.  Es un claro respaldo a que la hoja de ruta planteada por la conferencia episcopal nicaragüense a Ortega, era la adecuada. Pero también cree que será necesaria más presión de la comunidad internacional para que Ortega vuelva al diálogo.

Mientras, el tiempo apremia, la persecución y vigilancia de los opositores continúa y algunas noches, sobre la catedral de Managua sobrevuela un dron, dice uno de sus vigilantes.

“Ortega quiere tener muchos detenidos para poder negociar con ventaja”, resume con sencillez un taxista de la capital. “Pero negociará, seguro, aunque no sé cuando. Y los obispos estarán ahí”.

Artículo publicado el 19 de agosto de 2018 en la edición 812 del semanario Ríodoce

 

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