Farol de la calle

Nada. Nada. Nada. En México nunca pasa nada. Corruptos corrompen, policías matan, fuerzas armadas desaparecen, tasas de homicidios suben, pueblos enteros son diezmados, como ocurrió con Allende en Coahuila. La lista de crímenes impunes se vuelve cada vez más larga sin que suceda una sacudida lo suficientemente fuerte para cambiar lo que necesitamos cambiar, combatir lo que necesitamos combatir. Dice Michael Chamberlin y con razón: “lo hemos intentado todo”. Leyes y reformas y comisiones y fiscalías especializadas que no producen los resultados esperados. Cada vez es más evidente: México no puede solo. El país requiere asistencia internacional para erradicar males endémicos que la clase política se resiste a enfrentar. Después de tantos años de oscuridad, urge una luz desde afuera para iluminar. Para iluminarnos.

Eso es lo que numerosos grupos de la sociedad civil exigen. Eso es lo que se desprende del informe Corrupción que mata: por qué México necesita un mecanismo internacional para combatir la impunidad, publicado por el Open Society Institute. Son ya demasiados años de afrentas como Odebrecht y OHL y Tanhuato y Apatzingán y Ayotzinapa y Tlatlaya. Son ya demasiados años de familiares obligados a descubrir y desenterrar fosas por sí mismos. A ir de dependencia gubernamental en dependencia gubernamental, rogando por información que no les proveen. A cargar con la faz de sus hijos o sus hermanos o sus esposos, plasmada en un cartel. A colar tierra en busca de la dentadura de los desaparecidos. Miles de mexicanos a la espera de justicia y verdad y reparación y respuestas.

No hay respuestas porque el Estado mexicano se niega a darlas. No puede, no quiere, no está preparado para proporcionarlas ya sea por motivos políticos o por incapacidad institucional. No hay investigaciones sobre Odebrecht por la protección política que se provee a Emilio Lozoya y a Enrique Peña Nieto. No hay investigaciones sobre OHL porque prevalece la cuatitud entre funcionarios y contratistas. No hay avances sobre el caso de Ayotzinapa por el involucramiento del Ejército y la Policía Federal y el crimen organizado, vinculando a todos, manchando a muchos. Lo que no ha ocurrido con Odebrecht es lo mismo que no ha ocurrido con la Casa Blanca o los Panama Papers o la “Estafa Maestra” o el “Gobierno Espía” o los desvíos del Ramo 23 o el caso de Coahuila o el de César Duarte.

La impunidad persiste, producto de un pacto priista —suscrito por sus aliados en otros partidos— que lleva a las instituciones a proteger en vez de investigar; a tapar en vez de evidenciar. Los contrapesos que deberían serlo no lo son. Lo señala el reporte de Open Society: esa cuatitud mata, esa colusión mata, esa corrupción mata. Está matando a la transición democrática, está matando a las instituciones, está matando a la población. En Allende, Coahuila, los Zetas arrasaron con 400 personas y el gobernador Rubén Moreira dice que sólo fueron 27, porque hubo autoridades estatales coludidas y en comunicación con el crimen organizado. La impunidad se extiende como manto protector debido a la concurrencia del Estado con la criminalidad, no porque pelee contra ella.

No habrá manera de combatir esta corrupción con estas instituciones. Con estas policías, con estas fuerzas armadas, con estos gobernadores, con estas autoridades federales, con estos procuradores, porque todos se cubren las espaldas entre sí. ¿Por qué la PGR no ha atraído el caso de Allende, en el cual alguien en las filas del gobierno filtró información que llevó a la masacre ahí? ¿Por qué a los Moreira no los tocan ni con el pétalo de una indagatoria, cuando hay juicios que los involucran en Estados Unidos? Pues porque la PGR no es autónoma, no hay servicios periciales independientes y profesionales, no hay quienes sepan procesar evidencia y cadenas de custodia y el interrogatorio a testigos, no hay quien sepa atender o escuchar a las víctimas, en Allende y en tantos sitios más. Lo que sí hay –como lo evidenció el GIEI en su trabajo sobre Ayotzinapa– es un Estado omiso, o un Estado cómplice, o un Estado incompetente, o un Estado silencioso.

No bastará entonces con exigir una Fiscalía General autónoma, independiente, que sirva. Su existencia sería una condición necesaria para abatir la impunidad, pero no una condición suficiente para exorcizarla. Enfrentaría presiones del presidente, del crimen organizado, de cualquiera que tenga poder en México y no quiera ser llamado a cuentas. Por eso es urgente la asistencia internacional para asegurar lo que falta por hacer y destapar y airear. La Fiscalía que sirva tendría que estar alimentada por una Comisión de la Verdad; el poder judicial mexicano tendría que asesorarse de lo que ya se ha instrumentado vía mecanismos de combate a la impunidad en otros países como Guatemala. Habrá que pedir ayuda porque gane quien gane la elección presidencial, hay una realidad incontrovertible: la clase política del país, independientemente del partido al que pertenezca, no va a juzgarse o investigarse a sí misma.

Hasta ahora la postura de los candidatos presidenciales en torno al tema de la justicia transicional ha sido difícil de aprehender, difícil de descifrar. Han sido ambiguos, contradictorios, evasivos. Con regularidad parecería que no saben de lo que están hablando. Confunden el mandato de una Comisión de la Verdad con un mecanismo internacional para combatir la impunidad. Se comprometen un día para desdecirse el siguiente. Pero ya no podemos seguir con ocurrencias o vaguedades o la posposición de planes concretos hasta después de ganar la Presidencia. Sí necesitamos la humildad suficiente para reconocer que nuestras instituciones son débiles y propensas a la captura criminal. Sí necesitamos, como lo ha llamado Ricardo Raphael, “un farol de la calle” para iluminar la casa. De otra manera, continuaremos arrodillados y amenazados en la oscuridad. (Análisis publicado en la edición 2167 de la revista Proceso).

Artículo publicado el 20 de mayo de 2018 en la edición 799 del semanario Ríodoce.

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