Malayerba Ilustrada: Aprendiz

 

A Julio parecen estar entrenándolo. Esta vez va con otros y le cuentan que las instrucciones del jefe eran ir por un bato y cobrar con su vida: habían pasado semanas y el muchacho no quería pagar y les daba largas cuando lo buscaban, así que era hora de ajustar cuentas.

¿Qué es lo que debe este güey? preguntó Julio a uno de los jóvenes empistolados. Una parte se la echó toda por la nariz y el resto la vendió a sus clientes, y ahí ha andado el cabrón, de  fiesta en fiesta, viajando, con un chingo de viejas: pos ta de la chingada, eso le explicó.

Entraron a la tienda y rápido lo ubicaron. Eran cuatro. Lo tomaron de los brazos y a empujones y puñetazos en abdomen y espalda lo domaron. Así lo subieron a la camioneta. Lo acostaron boca abajo en el suelo del asiento trasero y tres de ellos pisaron su cuerpo.

Una patada cada vez que abría la boca para decir yo no soy, me están confundiendo. Ya le habían dicho que se callara el hocico y que a cada respingón un culatazo. Se lo cumplieron a la tercera. Usaron los cuernos de chivo que llevaban en las piernas.

Joaquín aprovechó para gozar el flujo de la adrenalina, el poder de sus acompañantes y el suyo, porque fue de los que le pegó varios chingazos en abdomen y espalda. Era nuevo en eso de la clica, los punteros o halcones, los sicarios; sabía que había que cumplir las órdenes del patrón, pero nunca le había tocado un caso como ése.

Era un joven de dieciocho; pelón, porque ése era el uniforme de los narcos con los que andaban, con una facilidad para hacer cosas malas y conservar ese destello en la masa esférica de sus cavidades oculares y esa mueca de boca jalando para un lado y para otro, nunca simétrica.

¿Qué me van a hacer? Todos se quedaron callados. Julio sonrió a medias, con un aire de nerviosismo, con músculos que peleaban entre sí bajo su piel, entre la tensión del momento y el relax de la diversión. No portaba armas. No lo dejaban, aunque insistía.

¿Qué me van a hacer? ¡Cállate, pendejo! Él gritaba y pumpum, con culatazos le respondían. Les decía, boca abajo, volteando un poco para que se le oyera, que le dijeran al patrón que le iba a pagar, que lo perdonara. Lo juro por mi mamacita, lo juro. Y se puso a llorar.

Un sonido de portón eléctrico inundó el ambiente. Mételo, dijo el que iba junto al conductor. Le ataron las manos atrás y le cubrieron la cara con un trapo blanco y sucio. Lo bajaron como si fuera un costal y en vilo lo llevaron hasta el cuarto del fondo.

Era una casa de seguridad en medio de una zona residencial. Casa con portones y rejas, con cámaras, cercas electrificadas y censores que encienden luces en el frente y los patios si hay intrusos. La calle, un desierto. Las cocheras y jardines, un secreto.

Julio se quedo afuera, en la banqueta. Había otros jóvenes ahí, uno de quince. Todos tenían varias calacas sin muescas en sus armas. El jefe le dijo: ahí quédate. Los otros entraron. Escuchó gritos lejanos. Lo están cortando, le pegan toques en los güevos.

Al ratito se enteró de que ya lo habían matado: no escuchó los disparos. Eso fue lo que más le extrañó.

Columna publicada el 25 de febrero de 2018 en la edición 787 del semanario Ríodoce.

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